Un continente A-rico sólo tiene sentido si se contrapone a otro Rico y, en efecto, ése existe y ambos son parte del Nuevo Mundo. Los separa una lengua de mar, y las costas del uno son visibles desde cada suelo. De hecho, hasta un pasado reciente se trataba de una misma superficie terrestre, pero habrá quizá medio siglo se empezaron a percibir cambios del otro lado de la frontera. Un malestar acució de pronto a los vecinos, se trataba en aquellos tiempos del Estado más poderoso del planeta y probablemente a causa de la envidia que "ser el mejor" siempre despierta, así como por los muchos enemigos que por razones concretas se habían granjeado: se sentían terriblemente amenazados.
El enemigo estaba por doquier. En el Viejo Mundo las armas a la mano. Y en el Nuevo, en la forma de un peligro sutil: una multitud de pobres que los invadían por oleadas en busca de trabajo, a pie a través de la frontera. En el interior también: gente en apariencia anodina; y los habitantes llegaron a mirarse con sospecha, el teléfono de denuncias a la mano.
Se sacaron huellas, se revisaron ropas, zapatos, suelas, se observó con cuidado el rostro y, sin llegar al análisis sistemático del cráneo de la frenología dépassée, se clasificaron las fisonomías y expresiones. Había, por ejemplo, las “caras riesgo”: una nariz prominente o ganchuda, herencia de un abuelo desconsiderado, que en el país Rico resultaba automáticamente para su posesor en revisiones sin fin y que la gente con medios resolvió gracias a cirugías plásticas; mientras otros menos radicales o con rasgos más amenos recurrían a cursos de maintien y métodos distintos sin bisturí.
En definitiva, el subcontinente vecino gastó muchos recursos en clasificar a su gente, y el problema, punto seguido, apareció lo constituían los inmigrantes no registrados, los ilegales. No tanto por el peligro sutil ya mencionado de roba-trabajos, pues de hablar con la verdad las susodichas labores, objeto señalado de estupro y por el que se les acusaba, eran como las monedas sobre la acera que nadie recoge; sino por esa manía de control que padecía el país huésped, los Ricos.
Y como ya se había construido un muro, apostado vigías con armas y tino, sin más resultado que desplazar el deporte de la caza animal por la del hombre; se optó, poco después, por la elaboración artesanal de -y me perdonaran el oxímoron- una barrera natural: Rico, de su propia autoridad, se declaraba continente y se separaba de Arrico.
Desde entonces un canal ancho los divide, que iluminan en la noche con proyectores disuasivos, recordatorios de los franco tiradores y que nuestros vecinos bautizaron, claro, de: Canal de la libertad. Ese sustantivo del que hacen un uso extensivo y aplican aun en los eventos donde menos se les espera como a la hora de las ejecuciones o para anunciar una guerra.