Melancolía canina
Cranach, el Viejo,"Hombre lobo" detalle, 1512 |
El castillo dado al
traste se despeña sobre el pueblo de ese mismo nombre, a pico sobre la ruta y
directamente sobre un hangar de camiones. Su capilla gótica es un cascarón
cuarteado víctima del saqueo revolucionario. Hay destrucciones así, que se
atacan a lo accesorio y destruyen vía un aparente detalle al organismo. Quedan
los muros, sus ventanas de vidrios repuestos, repuestos como las rodillas hincadas del
cuerpo pérdido de Monsieur de la Palisse, restos de un monumento fúnebre también
desaparecido y que exponen por exponer algo sobre un zócalo junto a las
estructuras metálicas, provisorios contrafuertes en espera del colapso.
Una característica
que le sería propia, de no ser general, reside en la orientación. El edificio
mira, capilla desafectada por sus ojivas hacia el oriente. El deseo por el
aniquilamiento ajeno puede ser grande, pero a veces faltan los medios. Con todo
el fervor revolucionario, volarlo resultaba muy caro. Las cosas en particular
se defienden y el silencio, la inercia rota de las vibraciones, pertenece en
última instancia al tiempo con un hambre de convaleciente.
El viaje era nutricional.
Sus amistades no escatimaron, los republicanos en familia comen mejor que los
nobles siempre con el bocadillo atravesado ante la idea del castillo omnívoro y
de su mantenimiento. Aunque les fue imposible empezar desde la madrugada, se
habrán alimentado durante su estancia para tener reservas suficientes.
Queso, pollo, roscas
y una delicia de carne obscura de jabalí, volovanes y tartas, tomates rellenos
-estaban en el país de la jauja-, patatas al gratín, panqués, dulces de frutas,
amén de peras, castañas y miedos menos comestibles de temporada.
Hartos de comer,
llegaron al castillo a la hora del té a pasear en el parque su digestión. Había
otros caminantes en el mismo dilema, -la saciedad es un sentimiento fraternal
concreto- y de visita en el país de la jauja evolucionaban muy lento con la
panza desorbitada. Frente a la reja, en la encrucujada de caminamientos cada
cual agarró por su lado. Y siempre por encima de las hileras de árboles, los
licántropos de vocación humanista gesticulan, apartando el peligro erosivo de
los muros gracias a los músculos del cuello.
El mal no está más
que cuando llega. Y los castellanos no estarán allí a ninguna hora para
recibirlo incluída la del té. Topándose los visitantes, según ya les aconteció
a los sanguinarios revolucionarios, con paisanos anónimos, el intendente o la guía
pagada de greñas teñidas de rojo que parece el uniforme de la región, y quien
reza por una tarifa fija la explicación de las habitaciones -absolutamente
similar a sí misma, incapaz de variar una pausa o de distinguir al ladrón en la
noche en el falso turista.
La técnica de la
gárgola se le adelanta, le opone al mal su imagen en bienvenida. Una vez
desenmascarado el temor hacia un daño específico, pierde la dimensión del miedo
ubicuo y general. De antiguo se usa. La figura de un horror domesticado, la del
licántropo en lo alto dominando desde la capilla a sus congéneres, pero de
piedra, superior pues, al vivo. En la sospecha, este horror amigo aúlla a favor
de los hombres, domesticado jamás totalmente sumiso, no sólo contra, por
ejemplo, los perros salvajes, lobos hambrientos o humanos en el estado provisional
de la rabia, sino contra la melancolía canina rastreable en la herencia
nostálgica de los colmillos. El mal no se erradica, se aprende a vivir en su
vecindad. El efecto es sedante y de convivio. ¡Qué diferencia!
La sorpresa era
cuando creían haber terminado y llegaba otro platillo -de caza- para responder
al apetito. Se resarcían de maravilla ignorando los avisos de saciedad que el
cuerpo -o la parte sana de él- agotaba en un medio de jugos gástricos y saliva.
Demasiado ocupados en embutir. La vida ajena se sirve en plato. Una fila de
víctimas cortadas del árbol a la mesa, de su guarida en el campo, de la raíz de
su guarida al plato, carne vegetariana verde, blanca bandera, roja , negra -la
de jabalí.
Sin distinguirse al
respecto de los locales, el republicanismo de los anfitriones integraba durante
sus tiempos libres el programa de destrucción del antiguo régimen y de sus
moradas físicas con la suficiente naturalidad como para sacudir los cimientos
cronológicos de los visitantes en la sobremesa. Irían a la Palisse donde el
señor de Chabanne, quinceavo conde de ese nombre estaría aún en vida si no se
hubiera muerto. Hay destrucciones así, que se atacan a lo accesorio y destruyen
vía un aparente detalle al organismo.
En el acto de
reconocer, las goteras con ojos y mejor, con cuerpo, las gárgolas empiezan por
gemir impotentes ante su propio reflejo. Al mal no se le mata, aparece sobre
placas dentales donde menos se le espera.
Conforme los
visitantes se fueron aproximando, como esa tarde en dirección de la capilla con
el centro de gravedad mudado al aparato digestivo, las figuras licántropas en
la posición acuclillada de en sus marcas empezaron a inquietarse que por eso
son bestias. Para cuando los visitantes penetraron, la bilis les espumaba en
los hocicos; luego asumen, se tragan la movilidad frustrada en el surco de los
cachetes tensos.
Palidecieron
cruelmente ante la reproducción del mínimo rasgo común con la gárgola. Mientras
el señor de la Palisse, castellano del que quedan un par de rodillas -piedra
caliza- en hinojos, daría aun envidia si no se hubiera muerto. Los
revolucionarios se equivocaron: no hay peor enemigo que el inaccesible muerto.
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