miércoles, junio 18, 2014

Melancolía canina



Cranach, el Viejo,"Hombre lobo" detalle, 1512
Los condes de la Palisse no los invitaron. La culpa era de los anfitriones con su introversión social bajo pretextos partidistas. La región está a reventar de castillos y nobles, esquivarlos implicaba a lo menos una proeza. Pero estos amigos insistieron en no conocer a ninguno, salvo al tal y cual compañeros impuestos de escuela, a nadie en todo caso de los de Chabanne.

El castillo dado al traste se despeña sobre el pueblo de ese mismo nombre, a pico sobre la ruta y directamente sobre un hangar de camiones. Su capilla gótica es un cascarón cuarteado víctima del saqueo revolucionario. Hay destrucciones así, que se atacan a lo accesorio y destruyen vía un aparente detalle al organismo. Quedan los muros, sus ventanas de vidrios repuestos, repuestos como las rodillas hincadas del cuerpo pérdido de Monsieur de la Palisse, restos de un monumento fúnebre también desaparecido y que exponen por exponer algo sobre un zócalo junto a las estructuras metálicas, provisorios contrafuertes en espera del colapso.

Una característica que le sería propia, de no ser general, reside en la orientación. El edificio mira, capilla desafectada por sus ojivas hacia el oriente. El deseo por el aniquilamiento ajeno puede ser grande, pero a veces faltan los medios. Con todo el fervor revolucionario, volarlo resultaba muy caro. Las cosas en particular se defienden y el silencio, la inercia rota de las vibraciones, pertenece en última instancia al tiempo con un hambre de convaleciente.

El viaje era nutricional. Sus amistades no escatimaron, los republicanos en familia comen mejor que los nobles siempre con el bocadillo atravesado ante la idea del castillo omnívoro y de su mantenimiento. Aunque les fue imposible empezar desde la madrugada, se habrán alimentado durante su estancia para tener reservas suficientes.
Queso, pollo, roscas y una delicia de carne obscura de jabalí, volovanes y tartas, tomates rellenos -estaban en el país de la jauja-, patatas al gratín, panqués, dulces de frutas, amén de peras, castañas y miedos menos comestibles de temporada.

Deben de tener hambre ellos también. Un hambre de piedra y labios distendidos. Atrapan el otoño sorprendentemente silencioso en su boca vacía de gárgolas temprano-renacentistas, período tan característico por la vivacidad horrenda de sus fíguras. Y en esa capilla sin esculturas, entre las discretas cruces incisas, las gárgolas licántropas terminarían siendo lo más conspicuo, aunque las situaron fuera. Allí reciben a las cinco los rayos oblicuos caléntandoles los huesos bien marcados de las costillas, por encima de las hileras de árboles otean. Al final la capilla, de una única nave y merced a los vidrios transparentes, ciega, los ubica como sus ojos. Vigilan cuanto les permite la gesticulación de la cara.

Hartos de comer, llegaron al castillo a la hora del té a pasear en el parque su digestión. Había otros caminantes en el mismo dilema, -la saciedad es un sentimiento fraternal concreto- y de visita en el país de la jauja evolucionaban muy lento con la panza desorbitada. Frente a la reja, en la encrucujada de caminamientos cada cual agarró por su lado. Y siempre por encima de las hileras de árboles, los licántropos de vocación humanista gesticulan, apartando el peligro erosivo de los muros gracias a los músculos del cuello.

El mal no está más que cuando llega. Y los castellanos no estarán allí a ninguna hora para recibirlo incluída la del té. Topándose los visitantes, según ya les aconteció a los sanguinarios revolucionarios, con paisanos anónimos, el intendente o la guía pagada de greñas teñidas de rojo que parece el uniforme de la región, y quien reza por una tarifa fija la explicación de las habitaciones -absolutamente similar a sí misma, incapaz de variar una pausa o de distinguir al ladrón en la noche en el falso turista.

La técnica de la gárgola se le adelanta, le opone al mal su imagen en bienvenida. Una vez desenmascarado el temor hacia un daño específico, pierde la dimensión del miedo ubicuo y general. De antiguo se usa. La figura de un horror domesticado, la del licántropo en lo alto dominando desde la capilla a sus congéneres, pero de piedra, superior pues, al vivo. En la sospecha, este horror amigo aúlla a favor de los hombres, domesticado jamás totalmente sumiso, no sólo contra, por ejemplo, los perros salvajes, lobos hambrientos o humanos en el estado provisional de la rabia, sino contra la melancolía canina rastreable en la herencia nostálgica de los colmillos. El mal no se erradica, se aprende a vivir en su vecindad. El efecto es sedante y de convivio. ¡Qué diferencia!

La sorpresa era cuando creían haber terminado y llegaba otro platillo -de caza- para responder al apetito. Se resarcían de maravilla ignorando los avisos de saciedad que el cuerpo -o la parte sana de él- agotaba en un medio de jugos gástricos y saliva. Demasiado ocupados en embutir. La vida ajena se sirve en plato. Una fila de víctimas cortadas del árbol a la mesa, de su guarida en el campo, de la raíz de su guarida al plato, carne vegetariana verde, blanca bandera, roja , negra -la de jabalí.

Sin distinguirse al respecto de los locales, el republicanismo de los anfitriones integraba durante sus tiempos libres el programa de destrucción del antiguo régimen y de sus moradas físicas con la suficiente naturalidad como para sacudir los cimientos cronológicos de los visitantes en la sobremesa. Irían a la Palisse donde el señor de Chabanne, quinceavo conde de ese nombre estaría aún en vida si no se hubiera muerto. Hay destrucciones así, que se atacan a lo accesorio y destruyen vía un aparente detalle al organismo.

En el acto de reconocer, las goteras con ojos y mejor, con cuerpo, las gárgolas empiezan por gemir impotentes ante su propio reflejo. Al mal no se le mata, aparece sobre placas dentales donde menos se le espera.

Conforme los visitantes se fueron aproximando, como esa tarde en dirección de la capilla con el centro de gravedad mudado al aparato digestivo, las figuras licántropas en la posición acuclillada de en sus marcas empezaron a inquietarse que por eso son bestias. Para cuando los visitantes penetraron, la bilis les espumaba en los hocicos; luego asumen, se tragan la movilidad frustrada en el surco de los cachetes tensos.

Palidecieron cruelmente ante la reproducción del mínimo rasgo común con la gárgola. Mientras el señor de la Palisse, castellano del que quedan un par de rodillas -piedra caliza- en hinojos, daría aun envidia si no se hubiera muerto. Los revolucionarios se equivocaron: no hay peor enemigo que el inaccesible muerto.



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