martes, octubre 30, 2007

Soy

Una sonrisa
en vilo
de gorrión sin alas

o una pluma
una sola
extraviada

borra descosida en el aire
y c
álamo que no firma nada
pluma tan tibia del pecho
de aquel gorrión sonriente sin alas

lunes, octubre 22, 2007

Con estilo

Se supone me muera en los brazos de él. Él es Calisto, cuentista, amigo y actor amateur. Morirse no es fácil. En mi primer intento no me atreví, y me quede acusadoramente en vida con los brazos a medio extender, oyendo y asintiendo a las merecidas desaprobaciones del elenco. El segundo intento fue otro fracaso: avancé unos pasos y ya a punto de enlazarnos, frené como un fantoche, enmedio. Al tercero, me hicieron a un lado.
Sandra, profesora de liceo
, me enseñaría. El director observaba. Y es cierto que se lanzó, se abrazaron y allí mismo se murió ella, de pronto, en masa inerte, un verdadero saco de papas desparramándose con su contenido de tubérculos por el suelo, mientras yo me desorbitaba los ojos para aprender cada movimiento.

Pero, no: morirse no es fácil. Así, tampoco era. A nuestro director le resultó demasiado telenovelesco. Había estudiado en Moscú y prefería la actuación del tipo interiorizada, vaya, la escuela rusa. Y esa era la razón por la que nos había elegido a nosotros como sus personajes. Sólo después de identificar determinadas vivencias en nuestros cuentos, de los que era un lector ocasional. Según sus premisas, para representar un papel, había que contabilizar un recuerdo personal que saldría a flote en la caracterización del personaje afín. En cuanto a la multitud de agonizantes y desfallecidos en la obra, la explicación radicaba en que con ella se iba a celebrar el Día de Muertos, en un pequeño auditorio local.

Continué ensayando. Había que aguardar hasta el “crescendo”, un acompañamiento musical idóneo de cementerio donde las notas ululantes se apelmazan paulatinas, y sobre todo esperar. Esperar para abrazar y desplomarse, el "rumor de las hojas muertas". La oreja tensa, oí como la música se henchía y aunque abracé a Calisto en el buen instante, lo hice con tal cuidado y, en breve, me morí con tanta precaución, que las críticas me llovieron tupidas:

¿Acaso, no me había yo nunca muerto antes? No, bueno, que me lo imaginara. En principio, abrazar y caerse sin miedo: Me sostendrían. Y, ¿si no? Si no, un chichón, que visto con objetividad y para alguien que precisamente acababa de morirse no era nada.

Tercer ensayo y por fin supe cómo me muero. Con elegancia, merced a las útiles indicaciones de dos compañeros: La música ulula entre cruces postizas, la hojarasca húmeda se pega a los zapatos. Yo lo veo, él estaba allí, y sin correr –me han dicho de no hacerlo- nos encontramos, para caerle yo enseguida con todos mis kilos en los brazos, mientras él gira despacio y me coloca al ras de la tierra en humana hoja muerta -y, con suerte, sin tropiezos.

lunes, octubre 15, 2007

Leyenda sin miedo

Se desconoce su nombre, vestía de blanco hueso, blanco cal, luna o mortaja; y surgía de la boca como llaga abierta de la noche para irse a recorrer la ciudad, entonces viva de los aztecas.
Una ciudad lacustre, con sus bloques de casas pulcramente plantados entre canales que recorrían las barcas de calado bajo; con su poblaci
ón dormida, salvo por el clarín que desde la plaza resonaba marcial, fijo y alerta. La urbe tenía vocación bélica. La doble pirámide principal honraba a las deidades titulares: la lluvia y la guerra. Mientras a un costado, oculto entre pirámides y palacios, se alineaba un templo minúsculo rectangular de paredes empotradas con cráneos. Pues nada en el Nuevo Mundo era evidente y la vida menos que cualquier otra cosa. De la mujer no se recordaba el nombre, le decían: la Llorona.

La Llorona, así: sin respeto y con cariño, porque ante las penas muy grandes no hay mejor forma de aproximación para un tercero que la burla inocua. Y la mujer era infortunada: una madre que perdió sus hijos. El epítome de la tradicional desgracia femenina. En un suceso acaecido hacia mucho tiempo que si se supo ya se había olvidado, porque la mujer que lloraba con su lamento característico en las tinieblas de la ciudad entumecida, estaba también muerta, y ni los más viejos rememoraban haberla conocido viva. Con ella, ciertos días y horas, entre ese pueblo de aguerridos que se habían dado por tarea, la titanesca de conservarle al sol su fuego en movimiento, ni el más valiente habría querido encontrarse. Aunque fuera bella. Una belleza de pelo lacio y negro, con ojos vivaces que se habían cansado de lagrimear y miraban con la peor ternura: la sin objeto. Una ternura inútil, botada en caricia suprema al viento.

Un caballero águila se tropezó con ella, una tarde aciaga a la vuelta de una acequia. De ese encuentro le quedó un tic, un pliegue ridículo del ceño.

lunes, octubre 08, 2007

Dos mundos

Apareció de repente. Pústulas. En la boca, cara, cuello, a lo largo del tronco y en las extremidades. Era una enfermedad como la muerte común a villanos, medianía y reyes. Cuando llegó al Nuevo Mundo, su poder letal fue tan grande que aun se conserva la genealogía de los portadores hasta la inoculación en los nativos. Aparentemente fue un negro quien tuvo la triste fama de ser el primer enfermo de viruela en tierra firme, quien se la pasó a un español que se la pasó a un nativo que se la pasó a medio continente. Lo que haya sido, el hecho es que de ésta perecerían uno de cada tres habitantes.

Para los aztecas esta epidemia sucedió en el peor momento: el de reorganización ante el enemigo. En su ciudad, muy pronto, ya no se habló de ofensiva sino de defensa, y luego sólo del resguardo de algunos espacios claves. Y no influyó el que afín de confortar a los ánimos y dioses ofrecieran en sacrificio a cualquier enemigo en un ceremonial simplificado que seguía, sin embargo, culminando con el corazón de la víctima en manos del oficiante y de la sangre, que manaba afín de que el dios sol amaneciera de nuevo y el mundo suyo se salvara. Pero: o no sacrificaron a los suficientes o, en el partido contrario, los tlaxcaltecas sacrificaron a más. Lo cierto es que meses después, los sorprendidos fueron los españoles y sus aliados, al constatar los estragos de la viruela sobre la ciudad. Las casas abiertas apilaban los cuerpos, y se necesitó toda la valentía y locura del oro para que se arriesgaran a entrar en busca de botín. Aventurándose entre alimañas carroñeras y yendo en la penumbra quizá a topar contra un muerto solitario, reciente, el rostro devorado de pus y que los podía contagiar.


Mas lo que ambos bandos ignoraban era que a esta arma biológica a la cual para serlo no faltó sino la intencionalidad, había ya replicado el Nuevo Mundo al Viejo con otra, de menor interés táctico, pero con un futuro endogámico también muy prometedor: la sífilis.
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