sábado, septiembre 29, 2007

Anti depresivo literario...

...con peligro de adicción, precedido por recomendaciones varias.

A más de tomar la pizca de sol que haya si hay, guarecerse en lo posible de la lluvia, echar mano de ese artefacto de estructura metálica plegable y lona, cuyo extremo, de maniobrársele sin cuidado, es susceptible de vaciar un ojo
al prójimo: del paraguas. Pues pocas cosas son más deprimentes que sentirse calado, sobre todo si estaba uno ya antes cabizbajo, pocas excepto el recibir en esas condiciones unas ráfagas de aire frío como cachetada sobre mojado.

Una vez listo usted para salir y muy pertrechado con su paraguas, proceder enseguida a poner en movimiento su propia masa, a saber el cuerpo, que se espera no sea considerable -sin discriminación estética, nada en contra de los gordos, la parte de pintora que tengo los aprecia, y sólo lo menciono porque para la cuestión anímica es mejor sentirse ligero, pero no paren mientes y continúo-, trasladarse entonces con su cuerpo exuberante, flaco, rollizo o muy rollizo hasta la biblioteca más cercana en busca de alguno de estos libros:

En español:
Vargas Llosa, "Pantaleón y las visitadoras"
Cervantes, "El Quijote", remitirse directamente a los capítulos XVIII y XX de la 1ª parte.

En inglés:
Bernard Shaw, "The Chocolate Soldier"
Henry Fielding, "Joseph Andrews"

Francés:
Louis-Ferdinand Céline,"Casse-pipe"
Louis-Ferdinand Céline, "Mort à crédit", episodio de la travesía del personaje con sus padres hacia Inglaterra.

Alemán:
Bertolt Brecht, "Die Dreigroschenoper"


Y si por desgracia la biblioteca a la que está inscrito es tan mísera o especializada como para no contar con estos títulos, o bien algún, no diré desgraciado, pero
cuán desconsiderado individuo tuvo la misma idea antes: Respire hondo y no se impaciente, el tal, debe haber estado al punto del desplome nervioso, y el habérselo cedido fue un puro acto de caridad, aunque involuntario, del que puede enorgullecerse.

domingo, septiembre 23, 2007

Día cero

Hoy no quería abrir lo ojos, y me quede tercamente tendida en la cama a esperar me hicieran el desayuno, a ver si en la penumbra artificial del dormir fingido se ponían en orden mis ideas, una proliferación.
Pretendía hacer tantas cosas empezando por los cuentos, la exposición –soy también pintora-, la novela, los poemas, mis amistades y, en breve, la vida no tenía pinta de quererme alcanzar porque me gustaba
también la danza, los caballos, la historia y los hombres.

Al tener tantas cosas qué hacer, comencé por preocuparme, que es un eufemismo para decir que no hice nada. Y no hice nada por minutos, tendida boca arriba y luego abajo, hasta que el hambre -otra buena idea- me tiró de la cama.

Me falta organización. Concluí, una hora después en la mesa, atragantándome entre taza y taza de café con esta palabra. Pues el sentido del orden es, con precisión, aquello de lo que siempre he carecido.

Al otro extremo en su silla, Andrés tenía pucheros de risa al escucharme, lo fulminé con la mirada antes de afirmarle sonriente:
Voy a cambiar, le dije, quiero hacer todas esas cosas. Y punto seguido:
Seré ordenada –proseguí ampulosa- para tener el tiempo -Andrés se caracajeaba- de amarte, a ti y a otros.
Aquí se le acabó de golpe la risa, pero en seguida me besó sin traza por lo menos aparente de prospectivos celos.

Y en caliente, sobre un papel emborronado de mantequilla con aroma a pan dulce, escribí la siguiente fecha a manera de compromiso:
30 de octubre, acabo el cuentario
Llueve, truene o relampaguee, según dice también mi madre y antes de ella mi abuela.

Y nos quedamos contemplando el pacto, con sus máculas donde se translucía la tinta untuosa; le faltaba -era evidente- algo, un sello, algo.

martes, septiembre 18, 2007

Lesiones tintas

De los ojos ya no brota agua
brotan racimos de hormigas agrias
y de la boca ni un suspiro
sólo tinta en eructo
y ganas inicuas sin nombre
del cefalópodo extraño
la rabia

lunes, septiembre 10, 2007

¡La novia!

La novia en vestido blanco con escote y bolero rojo, abrió el baile en ese salón de pueblo, con puertas abiertas a los rumores del campo. Dos amplias mesas a lo largo de los muros flanqueaban la pista, la familia de un lado, los amigos del otro. La boda fue perfecta, no le faltaría nada.

Yo invitada fui testigo y lo puedo certificar: no faltó nada, ni siquiera aquel episodio tan recriminatorio para nosotros, los amigos de la novia, en donde la principal culpable fue una intoxicación que empezó por declararse -y de qué manera- en la persona de la desposada. Forzándola ya desde la medianoche a un consumo indiscreto de H²O y cafeína, afín de diluir en lo posible, la eximia borrachera que como pocas veces en su vida se pegó para sus bodas la recién casada. Sin que el resto de la asistencia fuera por lo demás inmune al estado de embriaguez cuyos síntomas palmarios eran visibles en grados diversos en cada invitado.

Y fue a raíz de esa intoxicación generalizada que surgió el episodio recriminatorio de nuestra conducta cuando perdimos a la novia en el camino de regreso, y más precisamente en el patio del albergue a donde nos había acompañado del brazo de sus -no tan- buenos amigos al final de la fiesta, y en donde para nuestra vergüenza se nos olvidó.
Todos los involucrados aseguran, sin embargo, haber confirmado aunque con lengua pastosa la necesidad de reconducirla, pero lo cierto es que en la prisa por acostarse nadie lo verificó, creyendo en verdad que cualquier otro menos exhausto o briago que sí mismo lo haría. Y mientras nos metíamos en las camas, la novia al origen del festejo se quedaba bajo un techo de estrellas a torcerse los tobillos en sus zapatos de tacón. Mientras a cien metros en un albergue vecino, el recién desposado alborotaba en su búsqueda a -ellos sí- auténticos amigos, y no era para menos: ¡perder a la novia en la noche, aun clareando, de bodas!

Lo que sigue me lo contaron, pues yo en el primer piso y rellano entre dos cuartos, fui incapaz de escuchar lo que sucedió en el exterior. Primero porque tan pronto como llegué, me recosté y dormí sin quitarme más que las zapatillas, y luego porque de ambas recamaras retumbaban a placer tres o cuatro ronquidos dándose turnos.
Y ese embrollo de la novia olvidada en el patio, habría sido motivo de un drama, duelo o alguna otra desgracia mayor sin el amor de uno de nosotros a la música. En efecto, Miguel tras 24 horas en vela e inspirado acaso por la epidemia alcohólica, decidió ir a buscar su guitarra y se encontró a la novia. Y fue él quien la volvió a entregar al marido, no sin las dificultades que para una estructura de hidalgo flaco representa el semi cargar a una ninfa rubenesca, por un camino de tierra en donde se hunden los tacos.
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