¡La novia!
La novia en vestido blanco con escote y bolero rojo, abrió el baile en ese salón de pueblo, con puertas abiertas a los rumores del campo. Dos amplias mesas a lo largo de los muros flanqueaban la pista, la familia de un lado, los amigos del otro. La boda fue perfecta, no le faltaría nada.
Yo invitada fui testigo y lo puedo certificar: no faltó nada, ni siquiera aquel episodio tan recriminatorio para nosotros, los amigos de la novia, en donde la principal culpable fue una intoxicación que empezó por declararse -y de qué manera- en la persona de la desposada. Forzándola ya desde la medianoche a un consumo indiscreto de H²O y cafeína, afín de diluir en lo posible, la eximia borrachera que como pocas veces en su vida se pegó para sus bodas la recién casada. Sin que el resto de la asistencia fuera por lo demás inmune al estado de embriaguez cuyos síntomas palmarios eran visibles en grados diversos en cada invitado.
Yo invitada fui testigo y lo puedo certificar: no faltó nada, ni siquiera aquel episodio tan recriminatorio para nosotros, los amigos de la novia, en donde la principal culpable fue una intoxicación que empezó por declararse -y de qué manera- en la persona de la desposada. Forzándola ya desde la medianoche a un consumo indiscreto de H²O y cafeína, afín de diluir en lo posible, la eximia borrachera que como pocas veces en su vida se pegó para sus bodas la recién casada. Sin que el resto de la asistencia fuera por lo demás inmune al estado de embriaguez cuyos síntomas palmarios eran visibles en grados diversos en cada invitado.
Y fue a raíz de esa intoxicación generalizada que surgió el episodio recriminatorio de nuestra conducta cuando perdimos a la novia en el camino de regreso, y más precisamente en el patio del albergue a donde nos había acompañado del brazo de sus -no tan- buenos amigos al final de la fiesta, y en donde para nuestra vergüenza se nos olvidó.
Todos los involucrados aseguran, sin embargo, haber confirmado aunque con lengua pastosa la necesidad de reconducirla, pero lo cierto es que en la prisa por acostarse nadie lo verificó, creyendo en verdad que cualquier otro menos exhausto o briago que sí mismo lo haría. Y mientras nos metíamos en las camas, la novia al origen del festejo se quedaba bajo un techo de estrellas a torcerse los tobillos en sus zapatos de tacón. Mientras a cien metros en un albergue vecino, el recién desposado alborotaba en su búsqueda a -ellos sí- auténticos amigos, y no era para menos: ¡perder a la novia en la noche, aun clareando, de bodas!
Lo que sigue me lo contaron, pues yo en el primer piso y rellano entre dos cuartos, fui incapaz de escuchar lo que sucedió en el exterior. Primero porque tan pronto como llegué, me recosté y dormí sin quitarme más que las zapatillas, y luego porque de ambas recamaras retumbaban a placer tres o cuatro ronquidos dándose turnos.
Y ese embrollo de la novia olvidada en el patio, habría sido motivo de un drama, duelo o alguna otra desgracia mayor sin el amor de uno de nosotros a la música. En efecto, Miguel tras 24 horas en vela e inspirado acaso por la epidemia alcohólica, decidió ir a buscar su guitarra y se encontró a la novia. Y fue él quien la volvió a entregar al marido, no sin las dificultades que para una estructura de hidalgo flaco representa el semi cargar a una ninfa rubenesca, por un camino de tierra en donde se hunden los tacos.
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