Dominguera
Ayer fui a jugar baloncesto. Desde los once años no jugaba, sin que recuerde cómo me las ingenié para saltarme las clases de educación física durante mis años de colegio, y en consecuencia no podría recomendarles el método; quizá hubo algún justificante médico convenientemente renovado cada tres meses, o bien a semejanza de los jugadores en la banca de reserva allí me la pasé yo en espera de un cambio. Lo cierto es que excepto por el principio de meter canasta, el resto de las reglas era un misterio.
Quienes se sorprendieron al verme llegar a la cancha fueron mis compañeros. Es una fortuna sean unos caballeros, me tuvieron que explicar hasta lo que era una falta. Intuía, claro, que faltas hay en todos lo juegos, mas tienen sus peculiaridades y sé que cometí un par, pero mi conocimiento siendo mínimo no les podría reexplicar.
Como estábamos en número non, mi equipo benefició de un jugador adicional en una aparente injusticia. Digo, aparente porque sin sostener que yo no contaba –acuérdense de las faltas- en algún momento me fui, para hallar a mi regreso que el partido no se había interrumpido por ser yo, sino completamente, sí un poco prescindible.
Para el tercer partido hubo un reacomodo. Calisto en una visión de cuentista con tenis optó por la estrategia. Funcionó de maravilla. Los ánimos tras hora y media de juego, se rescaldaban. El sol pegaba de lleno, y mientras Marcos se auto increpaba a cada error con un ¡Qué mal!, Harmodio, escritor de otro estilo, recurría a injuriarse. Yo estaba tan nerviosa que me reía al ver la seriedad del juego. En lo fuerte de la confrontación volaron otras cosas además del balón: un lente de contacto de Calisto y yo de un empellón. La sed arreciaba, teníamos ampollas, algunos la mano torcida; y en ese último partido, con los ojos hechos un guiño, tostados al calor, pero no sin reñir, también perdimos.
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