Tartajeo poético
Calisto, Belina, Lenin y yo escribimos poesía, y decidimos reunirnos. La primera sesión se anuló, la segunda también, la tercera tuvo por fin lugar. Los versos desempolvados tenían muchas virtudes además de no ser buenos. Se leyeron en una terraza, al tiempo que unos jubilados -bebedores alcohólicos desmañanados- se ocupaban en hacer ruido. Afuera del restaurante sobre la acera, llegó poco después un vago a literalmente despiojarse en una banca. Él, los jubilados y las palomas picando la porquería del suelo conformaron el público contingente de nuestra sesión inaugural.
Leí mi poema, fuerte y con desgana. Eran versos viejos de hacia un año con sentimientos que ya no compartía. Lenin escuchó atento, las palomas parecían cacarear, los parroquianos en el local también, el vago ventilaba sus dedos boquiabiertos por agujeros en las medias; y para terminar con ese cuadro de bucolismo urbano, diré que las copas de los árboles en la avenida retumbaban cada cinco minutos al paso del metro.
A la quinta sesión llegué temprano y deambulé por el barrio hasta encontrarme con Belina, y seguir deambulando juntas sobre el asfalto con las piernas que hormigueaban el cansancio del fin de un día, en espera del dueño de la casa, Lenin. Esa asamblea poética inició y terminó bajo el signo del hambre. Las tripas rugían innobles en música de fondo a la lectura de los poemas -cierto que de haber sido versos de Paz se habrían callado, sólo que no lo eran, sino nuestros. En algún momento la gastritis de uno de los participantes se hizo tan aguda que nos interrumpimos para buscar yogurt, hallando uno caduco que, como la necesidad mandaba y de todas formas era leche cortada, se le suministró. La conclusión entusiasta de aquella reunión fue que pronto habría otra, que principiaríamos con la lectura de un Poeta con p mayúscula en invocación propiciatoria, a cualquier hora excepto la de la cena.
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