Variación futurista
En una noche de junio del 2048. Doce, a lo sumo quince individuos pretendían lanzar un periódico virtual en secreto. Utilizaban viejos modelos de ordenadores y fueron perseguidos de inmediato por los servicios de la Corrección Política, carecían en efecto del permiso de publicación.
Desde 2030, se requiere de uno para subir a un sitio internet un texto mayor a 500 caracteres. El delito figura en el código penal, pero nunca se pensó hubiera todavía ociosos que gastaran su tiempo en escribirlos, como por lo demás son casi inexistentes aquellos que los leen.
A Marta le detuvieron en el sótano de su casa. La luz con origen en la diurna y que se filtraba por un respiradero se había acabado. Escribía veloz en el teclado, alcanzó a publicar algo que los detectores de señal marcaron. Luego la detuvieron, la computadora contaba con un sistema de protección que en un corto circuito voló el sistema, provocando ese fuego de artificio que iluminó su captura. Los hombres irrumpían vestidos de noche, visibles sólo por sus lentes con infrarrojos y el inexpresivo rostro abajo. Se la llevaron tras ponerle una capucha antes de sacarla a la calle, a la iluminación pública indiscreta: procedían siempre así multiplicando las condiciones de obscuridad.
Parnaso, en otro sótano, recibió la alarma previa a la destrucción del ordenador de Marta, los demás miembros convenientemente dispersos en la ciudad, la recibirían también. Pero el siguiente sería él, por su situación geográfica en el mismo cuadrante que la señal descubierta. Subió dos textos: tres mil caracteres en total, el equivalente a tres años de segura condenación a mazmorra. El dedo apretaba enter, cuando la puerta dio contra el piso, levantando polvo en una corretiza amordazada de alimañas. El sudor le brotó en gotas sobre la frente a Parnaso: la computadora no se colapsaba, los hombres verían la pantalla, el contenido con la ubicación y demás direcciones. Entonces interpuso su cuerpo haciéndole escudo, a empellones y golpes los agentes lo empujaron. Eran quizá cuatro, invisibles en las tinieblas de la cava de donde surgían los puñetazos sin transición a lo blando de su carne, el estomago. Ya hecho a un lado contra el muro, vio cómo la llamarada del ordenador que por fin explotaba le prendía, a uno de esos seres de sombra, la mano con guante. La silueta del hombre se iluminó. Parnaso salió plegado, a gatas y sin aire del cubículo, por el pasillo y hasta la escalera, mientras la antorcha humana detrás llenaba el subterráneo de su edificio del olor inconfundible a asado.
De los quince individuos del proyecto de periódico virtual arrestaron a siete y tres nunca se conectaron. Esa ausencia planteó en la mente de quienes efectivamente escaparon la hipótesis de traición, mas se le desechó enseguida: había sido una feliz intuición previsora, concluyeron, porque la publicación debía a toda costa seguir adelante.
Publicaciones de más de 500 caracteres se encuentran numerosas en linea, pero la gente desconfía: todos los sitios tienen contadores de duración, de páginas consultadas y el rastreo de la computadora del visitante resulta para los controladores un juego de niños.
Desde 2030, se requiere de uno para subir a un sitio internet un texto mayor a 500 caracteres. El delito figura en el código penal, pero nunca se pensó hubiera todavía ociosos que gastaran su tiempo en escribirlos, como por lo demás son casi inexistentes aquellos que los leen.
A Marta le detuvieron en el sótano de su casa. La luz con origen en la diurna y que se filtraba por un respiradero se había acabado. Escribía veloz en el teclado, alcanzó a publicar algo que los detectores de señal marcaron. Luego la detuvieron, la computadora contaba con un sistema de protección que en un corto circuito voló el sistema, provocando ese fuego de artificio que iluminó su captura. Los hombres irrumpían vestidos de noche, visibles sólo por sus lentes con infrarrojos y el inexpresivo rostro abajo. Se la llevaron tras ponerle una capucha antes de sacarla a la calle, a la iluminación pública indiscreta: procedían siempre así multiplicando las condiciones de obscuridad.
Parnaso, en otro sótano, recibió la alarma previa a la destrucción del ordenador de Marta, los demás miembros convenientemente dispersos en la ciudad, la recibirían también. Pero el siguiente sería él, por su situación geográfica en el mismo cuadrante que la señal descubierta. Subió dos textos: tres mil caracteres en total, el equivalente a tres años de segura condenación a mazmorra. El dedo apretaba enter, cuando la puerta dio contra el piso, levantando polvo en una corretiza amordazada de alimañas. El sudor le brotó en gotas sobre la frente a Parnaso: la computadora no se colapsaba, los hombres verían la pantalla, el contenido con la ubicación y demás direcciones. Entonces interpuso su cuerpo haciéndole escudo, a empellones y golpes los agentes lo empujaron. Eran quizá cuatro, invisibles en las tinieblas de la cava de donde surgían los puñetazos sin transición a lo blando de su carne, el estomago. Ya hecho a un lado contra el muro, vio cómo la llamarada del ordenador que por fin explotaba le prendía, a uno de esos seres de sombra, la mano con guante. La silueta del hombre se iluminó. Parnaso salió plegado, a gatas y sin aire del cubículo, por el pasillo y hasta la escalera, mientras la antorcha humana detrás llenaba el subterráneo de su edificio del olor inconfundible a asado.
De los quince individuos del proyecto de periódico virtual arrestaron a siete y tres nunca se conectaron. Esa ausencia planteó en la mente de quienes efectivamente escaparon la hipótesis de traición, mas se le desechó enseguida: había sido una feliz intuición previsora, concluyeron, porque la publicación debía a toda costa seguir adelante.
Publicaciones de más de 500 caracteres se encuentran numerosas en linea, pero la gente desconfía: todos los sitios tienen contadores de duración, de páginas consultadas y el rastreo de la computadora del visitante resulta para los controladores un juego de niños.
Los textos largos como los de la publicación delincuente, constituyen un acto de rebelión al implicar en el lector una capacidad de concentración superior a la permitida: pues el individuo capaz de fijar su atención durante cinco minutos en pos del sentido de un párrafo, es un peligro en potencia.
Y el régimen fraternal y exitoso del Big Brother ya no estaba para tolerar ese tipo de delitos. Y menos en esos momentos de civismo, mientras las pantallas con sus bocinas zumbantes promovían hasta el cansancio la figura del ciudadano modelo:
El hombre o mujer, sentados sonrientes en una habitación amplia frente a un televisor, con refrescos en lata o casco a la mano y el vistoso paquete enfocado de un producto para comer, que variaba según el lugar del anuncio y el pago de uno u otro patronizador.
Una imagen idealizada, en suma, del couch potato y cuyas réplicas reales se encontraban sin maquillaje en los interiores de las casas:
En la multitud multiplicada por billones de adeptos a la soda, televisor y comida preparada, y que tras años de este régimen alimenticio y de vida, habían adquirido el grosor garantizado por el aporte calorífico de las dietas del Fastfood. A saber, couch potatoes tal cuales, sin sonrisa ni pose, desparramando el acordeón de sus pliegues adiposos en el hueco de sillones, los ojos tragados por el abotagamiento general de la cara, en hogares más bien sombríos y de escasas dimensiones, con techos tan bajos que en el reverbere irregular y constante de las pantallas parecían amenazar a cada instante con el desplome del mundo.
El proyecto de la publicación en línea de textos largos, tramado por aquella docena de individuos constituía sin exageraciones, el principio de un amago para el régimen: marcaba los límites de su control. El sitio internet donde se les alojaba era a la vez asequible al cibernauta y de ubicación incierta o cambiante. A los visitantes virtuales ya no se les podría identificar por los medios clásicos de espionaje.
Y era motivo serio de inquietud, esa gente clandestina leyendo más de 500 caracteres de tajo, con la posibilidad siempre abierta de un arranque proselitista que resultara en el esfuerzo deliberado de concentración mental por más lectores, cuando cualquier esfuerzo por parte de los pasivos ciudadanos-modelo planteaba de por sí el cuadro de una catástrofe política para el fraternal y exitoso régimen en pie. Leer, se repite, representaba un peligro para un gobierno que vivía del asentimiento implícito, de la inmovilidad de facto y en sillones de sus ciudadanos.
Qué pasaría, por ejemplo, si de pronto los habitantes de Arrico o Rico -para el caso no hay diferencia- empezaran a preguntar tras los comentarios escuetos que puntean las cascadas de las imágenes multimedia, un simple: ¿Y?
Un ¿Y? de: no creo o cuénteme más.
Un: ¿Y, después? Y no creo. Y por qué, dé cifras, justifíquelas, convénzame.
Una imagen idealizada, en suma, del couch potato y cuyas réplicas reales se encontraban sin maquillaje en los interiores de las casas:
En la multitud multiplicada por billones de adeptos a la soda, televisor y comida preparada, y que tras años de este régimen alimenticio y de vida, habían adquirido el grosor garantizado por el aporte calorífico de las dietas del Fastfood. A saber, couch potatoes tal cuales, sin sonrisa ni pose, desparramando el acordeón de sus pliegues adiposos en el hueco de sillones, los ojos tragados por el abotagamiento general de la cara, en hogares más bien sombríos y de escasas dimensiones, con techos tan bajos que en el reverbere irregular y constante de las pantallas parecían amenazar a cada instante con el desplome del mundo.
El proyecto de la publicación en línea de textos largos, tramado por aquella docena de individuos constituía sin exageraciones, el principio de un amago para el régimen: marcaba los límites de su control. El sitio internet donde se les alojaba era a la vez asequible al cibernauta y de ubicación incierta o cambiante. A los visitantes virtuales ya no se les podría identificar por los medios clásicos de espionaje.
Y era motivo serio de inquietud, esa gente clandestina leyendo más de 500 caracteres de tajo, con la posibilidad siempre abierta de un arranque proselitista que resultara en el esfuerzo deliberado de concentración mental por más lectores, cuando cualquier esfuerzo por parte de los pasivos ciudadanos-modelo planteaba de por sí el cuadro de una catástrofe política para el fraternal y exitoso régimen en pie. Leer, se repite, representaba un peligro para un gobierno que vivía del asentimiento implícito, de la inmovilidad de facto y en sillones de sus ciudadanos.
Qué pasaría, por ejemplo, si de pronto los habitantes de Arrico o Rico -para el caso no hay diferencia- empezaran a preguntar tras los comentarios escuetos que puntean las cascadas de las imágenes multimedia, un simple: ¿Y?
Un ¿Y? de: no creo o cuénteme más.
Un: ¿Y, después? Y no creo. Y por qué, dé cifras, justifíquelas, convénzame.
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