Mi amiga
Llegó a las 18,35 horas, tarde claro, y a Marcelo lo sorprendió al desembocar en la plaza por un rumbo diferente. En aquel momento cansado de adicionar minutos, se entretenía en escribir mensajes, formulaciones típicas del tipo “no podré ir”, “reunión en la oficina” o “trabajo imprevisto” de vaga utilización futura. En medio de un corro, entre la muchedumbre abigarrada, unos músicos tocaban, el acordeón disimulaba cualquier rumor; no la sintio llegar, se enteró de su presencia a las primeras gotas que le anunciaron:
- Aquí estoy.
Esperaba a la lluvia, que venía a diario desde hacia un mes y era su compañera habitual de paseo. A las 19 horas la veía escurrir cargando con el smog ambiente, sucia. Poco después el aire, purificado en parte, le abría paso a su agua casi límpida que resbalaba tenaz marcando con repuntes intempestivos el cambio de su buen a mal humor.
Marcelo también se enojaba. Fue, por ejemplo, un verdadero energúmeno en la ocasión del vago: un fermento de mugre humana, trabado en un nudo de extremidades sobre un respiradero de metro en una esquina.
Y sin embargo la había visto caer, a su amiga, sobre tanta miseria, lavando a su posible el asco, que en aquel instante no supo el porqué del sentimiento que lo ahorcó de ira. El hombre carecía de edad o bien contaba con la indefinida de quienes se han puesto fuera del tiempo y obedecen a un solo conteo: la satisfacción apremiante de las necesidades primarias y de una adicción pristina. El de aquella escoria era el alcohol. Y, ¿habrá sido acaso su indiferencia la que lo molestó? no, de ninguna manera, sino la placidez sensual con que se dejo mojar, muy inmóvil bajo el chubasco en el sitio mismo donde había armado su nido con cartones de pordiosero. En lugar de correr a resguardarse como gato calado y hombre normal, el menesteroso parecía agradecer, al contrario, ese baño que le empapaba sus pestes de trapos donde hormigueaban molestos los piojos, ellos sí alérgicos al agua.
- Hombre, le va a dar un reumatismo, le dijo alto para que lo escuchara.
El otro le sonrió sin verlo desde los efluvios etílicos donde yacía al fondo de un pozo. Guiñaba los ojos, un capullo de arrugas delineadas con la tinta de muchas suciedades. El cabello eran costras. Podría llover largo y tendido, y su amiga agotarse bajo un cielo que se cayera solidario a cantaros, antes de lograr cargar con una sola capa de la mugre del sujeto. El agua únicamente le sacaría lustre, prestándole una apariencia vidriada de mendigo-figura en porcelana. Algo que estaba convencido el indigente ni merecía ni necesitaba.
Quince minutos después parlamentaba con su amiga la lluvia:
- Vámonos de aquí.
Y él que detestaba lo rural llegó a presentarle el filantrópico requerimiento de irse juntos a regar el campo, el Sahara, cualquier superficie sedienta con tal de que estuviera lejos.
Inútilmente, su amiga necia, preñada de nubes, no menguaba e insistía, se descargaría por completo sobre su cabeza y cuerpo a su costumbre, sobre la ciudad en ablucion y la cabeza allí vecina del paupérrimo indeseable.
En su desesperación llegó a proponerle matrimonio, entonces la lluvia cesó. Entre los chorros desiguales de las goteras y el silencio tras el ruido del chubasco. Mientras se sacudía los mechones mojados de la frente, había vuelto a mirar al vago de la acera y estaba por decirle con la malicia de los pretendientes triunfadores:
- Nos vamos, pague un regaderazo si puede.
Cuando percibió el hombre le sonreía con las mandíbulas flojas. Ese abusivo (y estuvo a punto de soltarle una patada) además de frotarse sus costras con la lluvia, había abierto la boca para beberla, y diluir en esa única ocasión los alcoholes añejos de sus venas con agua. Un refresco al que en verdad estaba tan poco habituado (el miserable debía con certeza tener sus paraderos ordinarios en un rincón seco) que se atragantó y asfixió. Y al presente era esa flor de hilachos de la que saltaban las liendres como de un naufragio sobre la acera deslavada.
Esperaba a la lluvia, que venía a diario desde hacia un mes y era su compañera habitual de paseo. A las 19 horas la veía escurrir cargando con el smog ambiente, sucia. Poco después el aire, purificado en parte, le abría paso a su agua casi límpida que resbalaba tenaz marcando con repuntes intempestivos el cambio de su buen a mal humor.
Marcelo también se enojaba. Fue, por ejemplo, un verdadero energúmeno en la ocasión del vago: un fermento de mugre humana, trabado en un nudo de extremidades sobre un respiradero de metro en una esquina.
Y sin embargo la había visto caer, a su amiga, sobre tanta miseria, lavando a su posible el asco, que en aquel instante no supo el porqué del sentimiento que lo ahorcó de ira. El hombre carecía de edad o bien contaba con la indefinida de quienes se han puesto fuera del tiempo y obedecen a un solo conteo: la satisfacción apremiante de las necesidades primarias y de una adicción pristina. El de aquella escoria era el alcohol. Y, ¿habrá sido acaso su indiferencia la que lo molestó? no, de ninguna manera, sino la placidez sensual con que se dejo mojar, muy inmóvil bajo el chubasco en el sitio mismo donde había armado su nido con cartones de pordiosero. En lugar de correr a resguardarse como gato calado y hombre normal, el menesteroso parecía agradecer, al contrario, ese baño que le empapaba sus pestes de trapos donde hormigueaban molestos los piojos, ellos sí alérgicos al agua.
- Hombre, le va a dar un reumatismo, le dijo alto para que lo escuchara.
El otro le sonrió sin verlo desde los efluvios etílicos donde yacía al fondo de un pozo. Guiñaba los ojos, un capullo de arrugas delineadas con la tinta de muchas suciedades. El cabello eran costras. Podría llover largo y tendido, y su amiga agotarse bajo un cielo que se cayera solidario a cantaros, antes de lograr cargar con una sola capa de la mugre del sujeto. El agua únicamente le sacaría lustre, prestándole una apariencia vidriada de mendigo-figura en porcelana. Algo que estaba convencido el indigente ni merecía ni necesitaba.
Quince minutos después parlamentaba con su amiga la lluvia:
- Vámonos de aquí.
Y él que detestaba lo rural llegó a presentarle el filantrópico requerimiento de irse juntos a regar el campo, el Sahara, cualquier superficie sedienta con tal de que estuviera lejos.
Inútilmente, su amiga necia, preñada de nubes, no menguaba e insistía, se descargaría por completo sobre su cabeza y cuerpo a su costumbre, sobre la ciudad en ablucion y la cabeza allí vecina del paupérrimo indeseable.
En su desesperación llegó a proponerle matrimonio, entonces la lluvia cesó. Entre los chorros desiguales de las goteras y el silencio tras el ruido del chubasco. Mientras se sacudía los mechones mojados de la frente, había vuelto a mirar al vago de la acera y estaba por decirle con la malicia de los pretendientes triunfadores:
- Nos vamos, pague un regaderazo si puede.
Cuando percibió el hombre le sonreía con las mandíbulas flojas. Ese abusivo (y estuvo a punto de soltarle una patada) además de frotarse sus costras con la lluvia, había abierto la boca para beberla, y diluir en esa única ocasión los alcoholes añejos de sus venas con agua. Un refresco al que en verdad estaba tan poco habituado (el miserable debía con certeza tener sus paraderos ordinarios en un rincón seco) que se atragantó y asfixió. Y al presente era esa flor de hilachos de la que saltaban las liendres como de un naufragio sobre la acera deslavada.
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