lunes, abril 23, 2007

Locura de contagio

El hombre se murió. Apuntó el arma contra sí y presionando el gatillo hizo un ramillete de sesos. La materia gris se expandió en gotas por el aire y al impactarse sobre los muros, chispas eléctricas de las neuronas moribundas transmitían aun mensajes.
Decían:
- Por fin seré famoso.
O: - Es una pena que no haya videos, unas cámaras que graben el momento. Instalaciones de mierda.
Repetían las señales del cerebro licuado entre el regadero de su masa, sin percatarse que eran portavoces de un extinto cuyos miembros se restregaban en charcos de sangre, propia y ajena.

El hombre era un demente, quedo demostrado. Un peligro para sí y el entorno, alguien con un abanico de manías, un loco de atar que dio en la tendencia homicida y resultó más hábil en el manejo de las armas de fuego que sus émulos asesinos anteriores de Rico, quienes pasaron años en Vietnam o horas en los stands de tiro antes de subirse a una torre o irse a pasear por los pasillos de una escuela cazando hombres como si se estuviera en guerra, y no en la “mejor nación del mundo”.

Pero en desequilibrios mentales, las cosas suelen ser más complicadas de lo que en un principio parecen, y cada locura tiene su ámbito favorable, el “hábitat ideal” para su cultivo.
Y el loco de Virginia fue un puro producto de su ambiente, la fruta madura de la época de televisión e internet en donde se desdibujan las fronteras entre el mundo inmediato y el de las pantallas. En donde los ligeros de cascos o simples distraídos, caen de pronto en el espacio paralelo del “al aire” o “en línea”.

El de Virginia era un demente peligroso. Uno, para colmo, de contagio.
Pues conforme los teleespectadores se fueron enterando de los sucesos, empezaron ellos también a dar señas claras aunque incipientes de locura generalizada. Los casos se reprodujeron en cascada a lo largo y ancho del planeta, en un ejemplo eficaz de globalización, a la vez psicotica e informativa. El síntoma era el rostro pegado a una pantalla que seguía, paso a paso, los anuncios de la masacre en curso.
La transmisión fue en vivo y resultó más sobrecogedora, pavorosa y breathtaking que un partido de fútbol, con el recuento same time de la victimas fallecidas:
…15, 16, 19. Al llegar a las 20, los espectadores oficialmente horrificados de los cuatro confines de la Tierra, hicieron una pausa ante la magnitud del número. Los números, se sabe, imponen. Y hay records para todo.
…26, 27, 28, ¿llegaría a los 30? … ¡Llegó! 31,32… Silencio en las pantallas.
Un silencio interrumpido por las imágenes en repetición de ambulancias y del sitio por el ejército de un plantel civil en Rico.
- Mamá, ¿qué pasa? Se oiría en un hogar arriqueño ante el televisor encendido.
- Mataron al que disparaba.
- Tan bien que iba...
Replicaría el inocente, mientras el auditorio mundial no halla cómo deshacerse de la adrenalina que le entró por los ojos en las venas, y se vuelca entonces a buscar información afin de averiguar más en detalle quién era el demente asesino de la transmisión en vivo.
Por suerte, el loco pensó en ellos y les dejo material suficiente con qué alimentar sus ataques de morbosidad indiscreta. Dejo de todo:
Videos, fotografías, escritos, sobrevivientes escandalizados con entrevistas, historial clínico, más videos, otros escritos.
Un demente contagioso de su época que tuvo siempre en mente a sus coetáneos, “su público”, para el que utilizó la abundancia de medios disponibles, y tan pensó en ellos que no le faltó sino la dedicatoria.
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