Bacteria del odio
En ocasiones no es necesario pagar para asistir a un espectáculo, ni tampoco desviarse para presenciarlo. Este se le atraviesa a uno. Basta con llegar corriendo para alcanzar el metro y saltar al primer vagón con el riesgo de arrollar a un nene en su carriola, el tipo de viajero que pasadas las 22 horas haría bien en quedarse en su casa. Basta, digo, con sentarse en esas butacas plegables y dejar en su vagabundeo ocioso del fin de jornada a los ojos, ir de un lado a otro como insectos mezclándose a las moscas o zancudos que el calor invitó a reproducirse en esta capital de país rico y a tomar el transporte público en la impunidad de un pasajero clandestino.
Basta con no estar sordo para oír a un hombre al frente empezar a denostar en un crescendo, de pronto la lengua occidental ya no es suficiente e hilvana términos foraneos con multitud de jotas rajantes. Entonces agotada aparentemente su facundia, se levanta y con un bolígrafo escribe un mensaje sobre la lámina, propiedad del ayuntamiento. La tinta en el bolígrafo se traba, el individuo hecha pestes. Y yo me pongo mis gafas para remediar mi miopía e intentar leer. Las palabras tienen un inicio y un fin: los espacios; en cambio, las letras indescifrables retienen su significado, y al final no dicen nada.
En la estación siguiente, el conductor abre la puerta.
- Hombre, ¿qué hace?
- Pongo un mensaje.
- No está permitido.
Y cierra.
El tren retoma su marcha, mientras en el impulso de lo que sería para un niño una rabieta, el individuo intenta borrar. La tinta permanece. Saca un pañuelo, el mensaje sin significado resulta indeleble, insiste contra la voluntad de su creador. El hombre a punto de reventar se desahoga en reclamos contra el conductor, a menos de un metro tras la portezuela. El vidrio polarizado refleja su rostro.
Vuelve a sentarse. Sabe que lo miran, el vagón entero lo hace desde que levantó la voz, y lo que haga enseguida será en gran parte la construcción de su salida de escena. Una representación para los otros en donde de forma paradójica intentara salvar su orgullo, la idea que tiene de: cómo se le debe de tratar, y cómo él debe de tratar a los demás.
A los demás:
Les marca su desprecio con media decena de escupitajos que salpican el piso en unos instantes. Por fortuna, yo estoy lejos. Los pasajeros cercanos hacen como si nada y al recibir en los zapatos tales muestras de aprecio miran por las ventanillas sin inmutarse.
A sí mismo:
- Porque soy pobre. Pero ya verán lo que hago…
Y en efecto, vemos riega el suelo y haría crecer hongos de odio con su saliva.
Para terminar diré que llegó el personal de seguridad. Mas que no siempre sucede así, pues por lo general el conductor nunca interviene, ya que ha acontecido que amigos de un censurado lo esperen a la salida de su turno para propinarle una paliza que le enseñe en un futuro a conservar el respeto hacia la libertad de expresión en sus formas alternativas. Además de que hay estaciones de metro y porciones enteras de líneas en donde al personal de seguridad sólo se le ve en fotografía.
Basta con no estar sordo para oír a un hombre al frente empezar a denostar en un crescendo, de pronto la lengua occidental ya no es suficiente e hilvana términos foraneos con multitud de jotas rajantes. Entonces agotada aparentemente su facundia, se levanta y con un bolígrafo escribe un mensaje sobre la lámina, propiedad del ayuntamiento. La tinta en el bolígrafo se traba, el individuo hecha pestes. Y yo me pongo mis gafas para remediar mi miopía e intentar leer. Las palabras tienen un inicio y un fin: los espacios; en cambio, las letras indescifrables retienen su significado, y al final no dicen nada.
En la estación siguiente, el conductor abre la puerta.
- Hombre, ¿qué hace?
- Pongo un mensaje.
- No está permitido.
Y cierra.
El tren retoma su marcha, mientras en el impulso de lo que sería para un niño una rabieta, el individuo intenta borrar. La tinta permanece. Saca un pañuelo, el mensaje sin significado resulta indeleble, insiste contra la voluntad de su creador. El hombre a punto de reventar se desahoga en reclamos contra el conductor, a menos de un metro tras la portezuela. El vidrio polarizado refleja su rostro.
Vuelve a sentarse. Sabe que lo miran, el vagón entero lo hace desde que levantó la voz, y lo que haga enseguida será en gran parte la construcción de su salida de escena. Una representación para los otros en donde de forma paradójica intentara salvar su orgullo, la idea que tiene de: cómo se le debe de tratar, y cómo él debe de tratar a los demás.
A los demás:
Les marca su desprecio con media decena de escupitajos que salpican el piso en unos instantes. Por fortuna, yo estoy lejos. Los pasajeros cercanos hacen como si nada y al recibir en los zapatos tales muestras de aprecio miran por las ventanillas sin inmutarse.
A sí mismo:
- Porque soy pobre. Pero ya verán lo que hago…
Y en efecto, vemos riega el suelo y haría crecer hongos de odio con su saliva.
Para terminar diré que llegó el personal de seguridad. Mas que no siempre sucede así, pues por lo general el conductor nunca interviene, ya que ha acontecido que amigos de un censurado lo esperen a la salida de su turno para propinarle una paliza que le enseñe en un futuro a conservar el respeto hacia la libertad de expresión en sus formas alternativas. Además de que hay estaciones de metro y porciones enteras de líneas en donde al personal de seguridad sólo se le ve en fotografía.
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