El viejo de la Tierra
Soy uno de los hombres más viejos de la Tierra y hoy abrí los ojos.
Los había mantenido cerrados desde mi caída, cuando apreté los párpados por puro automatismo y no por cobardía, pues a nadie le gusta la aproximación acelerada, la visión del suelo que parece caerle a uno encima, cuando es precisamente lo opuesto y es el propio cuerpo que se precipita pesado y sin asideros al centro gravitacional, y daría con su masa hasta el núcleo del planeta sino se le atravesara una superficie intermedia.
Yo di con mis miembros en una ciénega de agua limpia, en un raspado de cristales o bien sobre una textura muelle de nieve. Y, de momento, me quede allí. Con el frío que mojaba los cueros y pieles de mi indumentaria, para atacarse enseguida a la epidermis contra la que invistió a mordiscos, gélidos y leves como de minúsculos peces. Entonces hubo un estruendo: el carámbano se resquebrajaba en avalanchas subterráneas. Y yo me hundía en el líquido de una poza entre paredes que crujian. Al final la escarcha habrá alcanzado la boca. Pero quizá me equivoco, y me morí de hipotermia o de la conmoción y no por ahogo. Lo cierto, es que no se puede pedir demasiada exactitud a un hombre sobre los últimos instantes de su vida.
Y aquí me quede en este témpano desde aquella edad glacial que no sabría ubicar con precisión, pues ignoro si hubo otras que le siguieron. Tampoco podría decir si viajé, no lo sé, aunque siempre cabe la posibilidad de movimiento entre los bancos polares o de traslapes. Me consta, sin embargo, que desde mi instalación en este glaciar hubo períodos de mayor o menor luz, lo que equivale -según mi experiencia- al adelgazamiento y engrosamiento de su espesor, de los metros de cristal álgido que me separaban del aire.
Yo di con mis miembros en una ciénega de agua limpia, en un raspado de cristales o bien sobre una textura muelle de nieve. Y, de momento, me quede allí. Con el frío que mojaba los cueros y pieles de mi indumentaria, para atacarse enseguida a la epidermis contra la que invistió a mordiscos, gélidos y leves como de minúsculos peces. Entonces hubo un estruendo: el carámbano se resquebrajaba en avalanchas subterráneas. Y yo me hundía en el líquido de una poza entre paredes que crujian. Al final la escarcha habrá alcanzado la boca. Pero quizá me equivoco, y me morí de hipotermia o de la conmoción y no por ahogo. Lo cierto, es que no se puede pedir demasiada exactitud a un hombre sobre los últimos instantes de su vida.
Y aquí me quede en este témpano desde aquella edad glacial que no sabría ubicar con precisión, pues ignoro si hubo otras que le siguieron. Tampoco podría decir si viajé, no lo sé, aunque siempre cabe la posibilidad de movimiento entre los bancos polares o de traslapes. Me consta, sin embargo, que desde mi instalación en este glaciar hubo períodos de mayor o menor luz, lo que equivale -según mi experiencia- al adelgazamiento y engrosamiento de su espesor, de los metros de cristal álgido que me separaban del aire.
Les podría haber narrado muchas cosas, y es seguro que siempre pasa algo aun en lugares tan absolutamente vacíos cual es el Polo sur, basta con permanecer in situ el tiempo suficiente, como yo aquí congelado durante milenios. Pero, por desgracia, a la hora del accidente cerré los ojos. Así que ustedes me disculparan, porque de las numerosas e increíbles cosas que acontecieron en mi entorno, no vi nada, y mis recuerdos son exclusivamente auditivos. Mas hay una ventaja y es que, tras miles de años de ejercer el oído, soy capaz de entender el lenguaje del hielo, de prever a partir de los rumores imperceptibles el talante del témpano, sus sensaciones y hasta determinadas transformaciones; al respecto el crujido más insignificante es para mí un discurso completo, y es por eso que después de milenios tengo miedo.
En efecto, las capas glaciares, esos veteranos de épocas remotísimas padecen un malestar. Estoy convencido de que algo pasa y el Polo, con sus icebergs y nieve eterna, está enfermo. Cada día que pasa lo percibo con mayor nitidez, se oye, es una especie de regurgitar interno o de borborigmos. Es como si lo macizo de las entrañas heladas hubiera alcanzado el punto de quiebre y cediera, de repente. Pues es un hecho que la placa gruesa, el bloque hasta ahora incólume se funde. Y, sin embargo, el aspecto inquietante no es ese, sino que lo hace empezando por el interior; vaya, que fuera de toda lógica no es el hielo expuesto a la intemperie y al raro sol el que se disuelve. No, hoy es el fondo, la porción inmersa la que cede a un recalentamiento extraño y sin precedentes y se deslié.
Querría también mencionar dos palabras sobre mi actual confort en el témpano. Diré que se está volviendo inhabitable y que pronto ya no permitirá el estado vegetativo, la congelación que me mató y luego preservó de la descomposición. Y que ya no soporto el calor: los diez grados Celsius sobre la temperatura antártica normal; además de los rayos solares que pegan día a día más fuerte y requemarían mi piel, si un muerto fuera susceptible de broncearse.
Y si hoy abrí los ojos fue para dar un aviso: que los bancos glaciares en los Polos se funden. Y si lo hago ahora y no lo hice ayer es porque tengo el tiempo medido por la velocidad inusual a la que se derriten, y porque en cualquier momento el hábitat de mi iceberg va a licuarse y me vomitara de una vez por todas al aire, a que empiece el proceso que debió de iniciarse hace milenios: el de mi desintegración.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home