Metro de país rico
El drogadicto avanzó tambaleandose sobre la plataforma bajo las luces siempre iguales del subterráneo y en el vapor de los deshechos humanos, los directos, las agrias evacuaciones de vejigas.
Se avanzó denostando en una lengua foránea, exótica como el color de su piel, y se dirigió hacia mí.
¿Acaso me espanté?
No, había demasiada luz para eso y muchos pasajeros en espera, a unos metros, cuchicheando y sacándole la vuelta al bulto ahogado en droga que vino hacia mí.
El señor babeaba, la saliva le escurría en chorros intermitentes.
- Veamos, me dije, este buen hombre no busca hacer daño. Sucede simplemente que agita los brazos y grita, y que él y yo estamos muy cerca de las vías.
Retrocedi entonces hasta chocar contra las bancas dispuestas en medio de la plataforma, entre el hueco de las dos vías, con una sonrisa en los labios entre cortés y “no pasa nada” dirigida, no a los ojos turbios del individuo enfrente, sino al resto de la asistencia: a los espectadores, indiferentes o curiosos, que habían salido a la misma hora e iban al poniente y estaban allí. Para ellos fue mi sonrisa, ridícula en verdad; porque, en los países ricos, la solidaridad entre personas normales y sin problemas aparentes, es muy escasa. Por una especie de institucionalización de la simpatía, en donde quiénes la merecen son los marginados sociales y no el hijo o hija de vecino que trabaja y tiene donde vivir, cual pudieran ser usted o yo aun cuando estuviéramos en aprietos. De manera que las civiles personas a quienes sonreía habrían dejado al hombre empujarme sin mover un dedo. Pues era visible que la vida había sido dura con él al punto de llevarlo a drogarse, y no conmigo; en conclusión, un empellón no era nada y yo me repondría, mientras que con el señor drogadicto se debía de ser tolerante.
Retrocedi hasta chocar contra la banca mientras el "marginado social" me contaba sus penas, al menos me imaginé lo haria en la confusion gutural de su lengua.
Su boca era un surtidero de baba y sus brazos, dos aspas. Y yo me sentía muy cerca del asco, con mi sonrisa estúpida y ante la mirada oblicua de la asistencia.
El discurso del hombre tenía sus altos y bajos, y yo pensé en escabullirme por un costado y si no lo hice, fue porque siempre lo hago y esa vez, a las doce del día y entre tanta gente, decidí quedarme.
En efecto, el hombre se evadía de su realidad y yo, sin el recurso de estupefacientes, al rehuirlo me evadiría también. No, en esta ocasión me quedaría a enfrentar esa realidad, en la relativa seguridad de una retirada y de recibir a lo máximo un golpe, impersonal y anónimo, en tanto representante circunstancial del mundo para ese hombre.
Se avanzó denostando en una lengua foránea, exótica como el color de su piel, y se dirigió hacia mí.
¿Acaso me espanté?
No, había demasiada luz para eso y muchos pasajeros en espera, a unos metros, cuchicheando y sacándole la vuelta al bulto ahogado en droga que vino hacia mí.
El señor babeaba, la saliva le escurría en chorros intermitentes.
- Veamos, me dije, este buen hombre no busca hacer daño. Sucede simplemente que agita los brazos y grita, y que él y yo estamos muy cerca de las vías.
Retrocedi entonces hasta chocar contra las bancas dispuestas en medio de la plataforma, entre el hueco de las dos vías, con una sonrisa en los labios entre cortés y “no pasa nada” dirigida, no a los ojos turbios del individuo enfrente, sino al resto de la asistencia: a los espectadores, indiferentes o curiosos, que habían salido a la misma hora e iban al poniente y estaban allí. Para ellos fue mi sonrisa, ridícula en verdad; porque, en los países ricos, la solidaridad entre personas normales y sin problemas aparentes, es muy escasa. Por una especie de institucionalización de la simpatía, en donde quiénes la merecen son los marginados sociales y no el hijo o hija de vecino que trabaja y tiene donde vivir, cual pudieran ser usted o yo aun cuando estuviéramos en aprietos. De manera que las civiles personas a quienes sonreía habrían dejado al hombre empujarme sin mover un dedo. Pues era visible que la vida había sido dura con él al punto de llevarlo a drogarse, y no conmigo; en conclusión, un empellón no era nada y yo me repondría, mientras que con el señor drogadicto se debía de ser tolerante.
Retrocedi hasta chocar contra la banca mientras el "marginado social" me contaba sus penas, al menos me imaginé lo haria en la confusion gutural de su lengua.
Su boca era un surtidero de baba y sus brazos, dos aspas. Y yo me sentía muy cerca del asco, con mi sonrisa estúpida y ante la mirada oblicua de la asistencia.
El discurso del hombre tenía sus altos y bajos, y yo pensé en escabullirme por un costado y si no lo hice, fue porque siempre lo hago y esa vez, a las doce del día y entre tanta gente, decidí quedarme.
En efecto, el hombre se evadía de su realidad y yo, sin el recurso de estupefacientes, al rehuirlo me evadiría también. No, en esta ocasión me quedaría a enfrentar esa realidad, en la relativa seguridad de una retirada y de recibir a lo máximo un golpe, impersonal y anónimo, en tanto representante circunstancial del mundo para ese hombre.
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