jueves, abril 12, 2007

Homenaje improvisado

-¡Se murió Pedro Infante!
Irrumpió, Juenjo, cadete de tercero, entrando de pronto en el dormitorio.
Sentados sobre las camas, los pelones boleaban. Alzaron las miradas a la vez somnolientas y vivaces de adolescentes en uniforme a quienes faltaban horas de sueño desde hacia meses, desde su ingreso al Colegio Militar de Caxilo en octubre y ya estaban en abril de 1957.

Pedro Infante, el ídolo cinematográfico, falleció antes de cumplir los cuarenta en un accidente, entre los ramajes selváticos donde se quedo colgando el avión que piloteaba, antes de recaer y terminar en una explosión -de esas que hoy son tan socorridas en las pantallas, pero que en aquel entonces se consideraba una descripción innecesaria.

Mora, con un cepillo de bolear en la diestra y su bota en la izquierda, había visto algunas de sus películas, claro, y conocía todas sus canciones. Y en cualquier otro momento lo habría lamentado, en veinte años por ejemplo, cuando se hubiera percatado que con esta muerte y la venta de las productoras al Estado, se sellaba el período creativo del séptimo arte caxilense. Pero en 1957 tenía 16, una lista interminable de tareas y un cansancio generalizado para el que no hallaba más alivio que los instantes de sueño que robaba entre una actividad y otra, de pie contra un muro o pared según la usanza de los “caballos lecheros”, esos otros animales de trabajo.
Así que la novedad revelada por Juenjo lo intrigó en dos puntos sin apenarlo: ¿Cómo había logrado saberlo, cuando no había radio accesible a los alumnos en el Colegio? Y de mayor relieve, porqué lo involucraba: ¿qué pretendía hicieran? ¿Qué nueva jugarreta se sacaría el compañero de la manga para que lo representaran los pelones de su pelotón en el dormitorio?

Pelón es, en la jerga del Colegio y desde hace siglos, el cadete de primer año. Es la denominación principal pero no la única, llámasele también perro, por diversos términos insultantes y en lo general con cualquier palabra que denote poca valía. Se trata de probar al aspirante, de templarlo asentando que:
- Los perros -o sea ellos- no deben tener voluntad, ninguna otra que la de aferrarse, en efecto, como canes aguantando por doce meses lo que se supone es la iniciacion a la vida castrense: una constante novatada.
Cualquier motivo es bueno, aun los legítimos, como deplorar el fin prematuro de un gran artista, el de Pedro Infante.

- Aquí, aquí aullaba, Juenjo, en medio, dejen las botas.
Mientras cuatro o cinco alumnos de segundo y tercero entraban, instalandose amenazadores y prepotentes alrededor. Los pelones se apiñaron obedientes en el centro.
- Ahora, ¿qué se hará?Preguntó Juenjo haciéndole de emoción.
Nadie respondió, y de repente:
- A llorar, perros insensibles, como tías tiernas.
Un puntapié en la espinilla del pelón más cercano marcó el inicio del homenaje por los improvisados plañideros. El cadete golpeado se plegó del dolor, y el resto sin esperar otro aliciente sacó de sus pechos un gimoteo atronador y desafinado con que satisfacer al alma del muerto más exigente.
Los ojos de Mora permanecieron secos, a los demás les habra pasado lo mismo. Sin embargo chillaron fuerte y de manera continua, dándose turnos implicitos para colmar cada instante y espacio del dormitorio con el llanto demandado. Mora atento a la bota y la posible patada de uno de segundo. Durante dos, a lo sumo tres minutos. Las novatadas por fortuna no eran largas, por lo menos no entre semana, llamarían a filas, no podían dilatarse. Y tomaba aire a bocanadas que expectoraba en gemidos con un lujo de ademanes, calculando el tiempo faltante. Por fin llamaron, había que calzarse. Al unísono cesaron los sollozos, mientras los rostros descompuestos se quitaban la máscara de la aflicción exagerada para reasumir la circunspecta de aprendiz a soldado en una vida que seguía su curso tras esa interrupción y el homenaje con llorera forzada al ídolo cinematográfico de Caxilo.
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