¿Desnudo artístico?
Fue una sorpresa, cuando medio millón se presentó a la convocatoria. Nadie pensó hubiera en Caxilo tanto necesitado de demostrarse a sí mismo y a los demás, su falta ocasional de complejos.
Pues los caxilenses refractarios a la idea de autoridad pública y de disciplina privada, y amantes de la transgresion por principio; estos mismos ciudadanos quisquillosos habían acudido al llamado de la convocatoria con el propósito de obedecer a las gritas que chillarían en unos momentos altoparlantes gangosos en los cuatro costados de la plaza, transmitiendo una a una las caprichosas instrucciones de una voz sin ubicación definida, con origen quizá en algún cogote incorpóreo. El de un artista que había encontrado la fórmula del éxito vía las tomas fotográficas de multitudes a la Adán y Eva. Pero trabajar con miles requiere de toda una logística, los medios de encuadre y acatamiento; amen de la mercadotecnia que asegure la participación gratis.
La primera orden que se oyó en las inmediaciones de la plaza, fue:
¡Hagan cola! Entonces mis conciudadanos se formaron en filas sin chistar, mirándose a veces de reojo, con una mezcla de sonrisas en donde competían vergoña y atrevimiento.
La segunda fue:
¡Desnúdense! Y a pesar del frío que calaba y que cargó hasta con la eventualidad del rubor en las mejillas. Los adultos estoicos procedieron de inmediato a ponerse según su padre los engendró y madre parió al mundo, mientras en la intemperie entre las brisas que se sentían como ráfagas, la carne erizaba su pelambre escasa en la comúnmente llamada “piel de gallina”.
Siguieron luego en tumulto:
¡Corran! Y los humanos trasquilados y transidos trotaron en dirección a la Plaza, la sede histórica de los poderes del país y por lo visto también el lugar más idóneo para congregar a cualquier tipo de reunión de masas. Las mujeres corrían sosteniendo en un abrazo sus senos, los hombres con sus cinco extremidades -la quinta pequeña e invertebrada.
¡Alto! El gentío frenó en un arresto multiplicado y subito de carnes fofas.
¡Avancen! Avanzó.
¡Atrás! Reculó.
¡Boca arriba! ¡Acostados! El dictador al micrófono omitió, claro, cualquier comentario sobre el aspecto del suelo: negro con la contaminación o agua seca de alcantarilla. Los participantes se extendieron sin remilgos, llenándose los ojos con la luminosidad creciente del dia. Mientras abajo, a metros de distancia, los huesos de los antepasados palpitaban, y las nalgas al contacto del piso sentirían muy pronto su presencia. Pues los antiguos habitantes, vaya los ancestros, no tuvieron reparo en hincar el diente en tanto trasero celulítico, escualido, graso o fresco, a cuyas resueltas oleadas de escalofríos recorrieron a la masa que así tendida, como sobre una plancha de estufa y en cueros, era carne como de borrego.
Uno pensaría que aquí acaba la enumeración de las vergüenzas, pero siempre es posible ir más lejos:
¡De rodillas! ¡Prostérnense! La manada borreguil curvó dócil la cerviz apuntando el occipital hacia – y muchos se fueron con la finta- el casco de la antigua catedral, en realidad hacia la estructura provisional donde la voz y las órdenes tenían su origen, hacia el creador de la supuesta manifestación artística que a estas alturas ya había cobrado otro carácter: el de acto de pleitesía por la metamorfosis cuadrupeda de sus participantes.
Al final, les dijeron a los ciudadanos berreantes del puro frio que se podían levantar. Pero nunca se deben de probar otras naturalezas, y se ignora cuántos recuperaron efectivamente su humanidad, y cuántos por su mala estrella se quedaron ovejas, despejando a la postre la plaza como pudieron, a cuatro patas.
La primera orden que se oyó en las inmediaciones de la plaza, fue:
¡Hagan cola! Entonces mis conciudadanos se formaron en filas sin chistar, mirándose a veces de reojo, con una mezcla de sonrisas en donde competían vergoña y atrevimiento.
La segunda fue:
¡Desnúdense! Y a pesar del frío que calaba y que cargó hasta con la eventualidad del rubor en las mejillas. Los adultos estoicos procedieron de inmediato a ponerse según su padre los engendró y madre parió al mundo, mientras en la intemperie entre las brisas que se sentían como ráfagas, la carne erizaba su pelambre escasa en la comúnmente llamada “piel de gallina”.
Siguieron luego en tumulto:
¡Corran! Y los humanos trasquilados y transidos trotaron en dirección a la Plaza, la sede histórica de los poderes del país y por lo visto también el lugar más idóneo para congregar a cualquier tipo de reunión de masas. Las mujeres corrían sosteniendo en un abrazo sus senos, los hombres con sus cinco extremidades -la quinta pequeña e invertebrada.
¡Alto! El gentío frenó en un arresto multiplicado y subito de carnes fofas.
¡Avancen! Avanzó.
¡Atrás! Reculó.
¡Boca arriba! ¡Acostados! El dictador al micrófono omitió, claro, cualquier comentario sobre el aspecto del suelo: negro con la contaminación o agua seca de alcantarilla. Los participantes se extendieron sin remilgos, llenándose los ojos con la luminosidad creciente del dia. Mientras abajo, a metros de distancia, los huesos de los antepasados palpitaban, y las nalgas al contacto del piso sentirían muy pronto su presencia. Pues los antiguos habitantes, vaya los ancestros, no tuvieron reparo en hincar el diente en tanto trasero celulítico, escualido, graso o fresco, a cuyas resueltas oleadas de escalofríos recorrieron a la masa que así tendida, como sobre una plancha de estufa y en cueros, era carne como de borrego.
Uno pensaría que aquí acaba la enumeración de las vergüenzas, pero siempre es posible ir más lejos:
¡De rodillas! ¡Prostérnense! La manada borreguil curvó dócil la cerviz apuntando el occipital hacia – y muchos se fueron con la finta- el casco de la antigua catedral, en realidad hacia la estructura provisional donde la voz y las órdenes tenían su origen, hacia el creador de la supuesta manifestación artística que a estas alturas ya había cobrado otro carácter: el de acto de pleitesía por la metamorfosis cuadrupeda de sus participantes.
Al final, les dijeron a los ciudadanos berreantes del puro frio que se podían levantar. Pero nunca se deben de probar otras naturalezas, y se ignora cuántos recuperaron efectivamente su humanidad, y cuántos por su mala estrella se quedaron ovejas, despejando a la postre la plaza como pudieron, a cuatro patas.
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