Victoria
Debió de haberlo sospechado, leerlo con todas sus letras en esa manía suya de encaramarse en las alturas, por no hablar de su actitud de persona que va o viene y a penas saluda porque se le hace tarde.
Mora obviamente no sospechó nada, jamás tampoco se atrevió a dirigirle otra cosa que largas miradas. Jamás, claro, hasta cuando ya no era tiempo y la oportunidad se había esfumado por completo.
Se la encontraba dos veces a la semana a su ida y vuelta del Colegio y no porque los habituales paraderos de ella se hallaran por la más feliz de las ocurrencias en su camino, sino porque él tomaba ese tranvía ex professo a pesar de lo atiborrado del trayecto. No le importaban las cuadras suplementarias ni el despertador una hora antes, ni la sensación de miembros rotos con la cual su cuerpo de 16 llevaba a cabo el prodigio de levantarse a las 4.
Con tal de verla.
Andando a prisa, captarla como en una instantánea, sutil, con un solo pie al contacto del suelo y los brazos extendidos que daban algo. ¿Etérea? No, o únicamente a la manera en que las divinidades del Olimpo lo son, grávidas del peso de la carne bajo la epidermis joven que no requiere cremas, con la piel lechosa a la moda antigua. La de su amada, en cambio, más moderna era dorada y asomaba entre los paños que llamaba ropa. Pues no obstante su amor y la porción de enajenamiento que implica, Mora debía admitir la propensión de su dama a mal cubrir sus formas con ropas que parecían confabuladas con el viento, para pegársele como tela mojada al busto o bien tomar traviesas el vuelo al nivel de las faldas, descubriéndole una vez sí otra no, los muslos. Y sin embargo corría el año 1957, en la ciudad capital de Caxilo con su sociedad conservadora en la rúbrica de la moral pública, en el cruce de dos calles principales, entre los imponentes vehículos con caparazones metálicos que mimaban a lo civil un panzer, y la multitud, a visualizar en blanco y negro, con guantes, además de las cabezas cubiertas por sombreros en fieltro.
Se imaginaba que debía de defenderla y la pregunta era contra quién. El sólo considerar la posibilidad lo ponía mentalmente en firmes, listo. La gente sin embargo no la insultaba a pesar de sus vestimentas atrevidas, y salvo por las miradas locuaces que en caricias pegajosas se le posaban encima, tras desnudarle el cuerpo en detalle con los ojos de la imaginación. ¿Mas, qué? Acaso, se ligaría a golpes con un pelado porque babeaba al contemplarla? Tenía ganas y si no fuera por su condición de cadete, y el escándalo si el asunto terminaba en la comisaría…
La defendería, estaba convencido, pero de peligros más concretos que del deseo destilado por tanta pupila lujuriosa. A brazo partido con entusiasmo, hasta que le rompieran la cara y después todavía, con los huesos dentro de las carnes hechos astillas. Según corresponde, en todos los países del mundo, a los fieles entusiastas que aman estúpidamente de lejos.
Debió de haberlo sospechado, llevaba semanas en una actitud que exageraba su felicidad. Una falsa felicidad. Y aquella mañana regresaba quizás de una fiesta conmemorativa para la que se había disfrazado de Niké, de Victoria alada, siguiendo la idea de algún amigo. A las 4, se habría retirado a su costumbre del jolgorio para, tras una breve caminata por la avenida, subir hasta la cumbre del monumento en la glorieta R, y satisfacer desde las barandillas a su gusto maniaco por las alturas. La brizna soplaba, y de repente el viento en ráfagas. Nada de particularmente anormal excepto por el disfraz.
Mas esa mañana cuando Mora llegó minutos después al cruce y la divisó, supo de inmediato que había un problema. A los metros de distancia que la separaban del suelo, no se distinguía su rostro, y sin embargo estaba seguro de que lloraba.
Luego, y antes de que él mismo tuviera tiempo de desesperarse, le sorprendió el verla ataviada aún más estrafalariamente de lo que solía. Con un modo de túnica, los brazos al descubierto mientras de las espaldas le colgaba algo: unas especies de alas rígidas en papel maché o cartón. “Un ángel ridículo”, concluyó. El ángel, ridículo o no, se puso a caballo sobre la barandilla con tan mala suerte que la túnica se le atoró en algún saliente del hierro, la vio entonces:
jalar y rasgar la tela;
las alas detrás se agitaban tiesas con el viento que le aplastaba contra el busto los restos de ropa;
aún a caballo con un seno al aire y las alas necias que no se caían probablemente porque estaban sujetas con cuerdas al tronco.
Cayo con un estruendo que nadie imaginó fuera posible provocar a partir de la masa exigua de un cuerpo femenino. Una extremidad aquí, la cabeza allá, el busto en cuatro partes. Pues: “las alas, claro, no le sirvieron de nada”, bromearía un hebdomadario al anunciar la caída de la escultura sobre el monumento a la Independencia “a resueltas del temblor” en un día de un mes del año 1957.
Mora, en cambio, se sentiría durante mucho tiempo culpable, no únicamente por no haberla defendido, sino porque al momento del accidente y sin el temor que lo obligó a correr y ponerse a salvo del bronce de la escultura, casi se ríe.
Mora obviamente no sospechó nada, jamás tampoco se atrevió a dirigirle otra cosa que largas miradas. Jamás, claro, hasta cuando ya no era tiempo y la oportunidad se había esfumado por completo.
Se la encontraba dos veces a la semana a su ida y vuelta del Colegio y no porque los habituales paraderos de ella se hallaran por la más feliz de las ocurrencias en su camino, sino porque él tomaba ese tranvía ex professo a pesar de lo atiborrado del trayecto. No le importaban las cuadras suplementarias ni el despertador una hora antes, ni la sensación de miembros rotos con la cual su cuerpo de 16 llevaba a cabo el prodigio de levantarse a las 4.
Con tal de verla.
Andando a prisa, captarla como en una instantánea, sutil, con un solo pie al contacto del suelo y los brazos extendidos que daban algo. ¿Etérea? No, o únicamente a la manera en que las divinidades del Olimpo lo son, grávidas del peso de la carne bajo la epidermis joven que no requiere cremas, con la piel lechosa a la moda antigua. La de su amada, en cambio, más moderna era dorada y asomaba entre los paños que llamaba ropa. Pues no obstante su amor y la porción de enajenamiento que implica, Mora debía admitir la propensión de su dama a mal cubrir sus formas con ropas que parecían confabuladas con el viento, para pegársele como tela mojada al busto o bien tomar traviesas el vuelo al nivel de las faldas, descubriéndole una vez sí otra no, los muslos. Y sin embargo corría el año 1957, en la ciudad capital de Caxilo con su sociedad conservadora en la rúbrica de la moral pública, en el cruce de dos calles principales, entre los imponentes vehículos con caparazones metálicos que mimaban a lo civil un panzer, y la multitud, a visualizar en blanco y negro, con guantes, además de las cabezas cubiertas por sombreros en fieltro.
Se imaginaba que debía de defenderla y la pregunta era contra quién. El sólo considerar la posibilidad lo ponía mentalmente en firmes, listo. La gente sin embargo no la insultaba a pesar de sus vestimentas atrevidas, y salvo por las miradas locuaces que en caricias pegajosas se le posaban encima, tras desnudarle el cuerpo en detalle con los ojos de la imaginación. ¿Mas, qué? Acaso, se ligaría a golpes con un pelado porque babeaba al contemplarla? Tenía ganas y si no fuera por su condición de cadete, y el escándalo si el asunto terminaba en la comisaría…
La defendería, estaba convencido, pero de peligros más concretos que del deseo destilado por tanta pupila lujuriosa. A brazo partido con entusiasmo, hasta que le rompieran la cara y después todavía, con los huesos dentro de las carnes hechos astillas. Según corresponde, en todos los países del mundo, a los fieles entusiastas que aman estúpidamente de lejos.
Debió de haberlo sospechado, llevaba semanas en una actitud que exageraba su felicidad. Una falsa felicidad. Y aquella mañana regresaba quizás de una fiesta conmemorativa para la que se había disfrazado de Niké, de Victoria alada, siguiendo la idea de algún amigo. A las 4, se habría retirado a su costumbre del jolgorio para, tras una breve caminata por la avenida, subir hasta la cumbre del monumento en la glorieta R, y satisfacer desde las barandillas a su gusto maniaco por las alturas. La brizna soplaba, y de repente el viento en ráfagas. Nada de particularmente anormal excepto por el disfraz.
Mas esa mañana cuando Mora llegó minutos después al cruce y la divisó, supo de inmediato que había un problema. A los metros de distancia que la separaban del suelo, no se distinguía su rostro, y sin embargo estaba seguro de que lloraba.
Luego, y antes de que él mismo tuviera tiempo de desesperarse, le sorprendió el verla ataviada aún más estrafalariamente de lo que solía. Con un modo de túnica, los brazos al descubierto mientras de las espaldas le colgaba algo: unas especies de alas rígidas en papel maché o cartón. “Un ángel ridículo”, concluyó. El ángel, ridículo o no, se puso a caballo sobre la barandilla con tan mala suerte que la túnica se le atoró en algún saliente del hierro, la vio entonces:
jalar y rasgar la tela;
las alas detrás se agitaban tiesas con el viento que le aplastaba contra el busto los restos de ropa;
aún a caballo con un seno al aire y las alas necias que no se caían probablemente porque estaban sujetas con cuerdas al tronco.
Cayo con un estruendo que nadie imaginó fuera posible provocar a partir de la masa exigua de un cuerpo femenino. Una extremidad aquí, la cabeza allá, el busto en cuatro partes. Pues: “las alas, claro, no le sirvieron de nada”, bromearía un hebdomadario al anunciar la caída de la escultura sobre el monumento a la Independencia “a resueltas del temblor” en un día de un mes del año 1957.
Mora, en cambio, se sentiría durante mucho tiempo culpable, no únicamente por no haberla defendido, sino porque al momento del accidente y sin el temor que lo obligó a correr y ponerse a salvo del bronce de la escultura, casi se ríe.
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