domingo, diciembre 23, 2007

Nacimiento pesebre

Yo nunca fui María. Y mi madre nunca la emprendedora doña Conchita o Amparo que lo organizaban. Tampoco en el colegio donde las monjas elegían por asiduidad a las misas dominicales y aun rosarios -a los que, es muy cierto, me ingeniaba para no asistir. Por lo que al igual que la inmensa mayoría nunca fui María, en cambio le habré hecho de animal emplumado: pato, paloma o pollo. Pues es una de las conveniencias de estas representaciones: la multitud de figurantes posibles en los que cada madre puede hacer caber a su vástago disfrazado de vaca, buey o burro en una riesgosa premonición de su personalidad futura, aunque con la esperanza siempre viva de remisión psicológica por la mera comparecencia en un acto teatral donde nace Dios.

Y ahora que lo pienso, quizá hice de ángel -digo, por lo de las plumas- pero no creo: me acordaría.

jueves, diciembre 13, 2007

Decálogo en ejercicio de aplicación

Desde el periférico Nuevo Mundo, bagatela del 75% de los hispanoparlantes, en comentario a la “Supervivencia de la novela” publicada por el metropolitano Verdú.


Yo, señores, soy la novelista del futuro que no debe de tomar en cuenta el exterior, por la simple y sencilla razón de que ya existen demasiados géneros, artes y ciencias que lo describen y por lo visto –me conozco- nada podré decir de nuevo; y, ¿qué quieren? a causa de resabios románticos persistentes: insisto en la originalidad.

Pues este género narrativo tiene el firme propósito de ser intrascendental, y no dar ninguna relectura del mundo que valga la pena, y afín de evitar hasta la chispa que aun al burdo se le escapa en una frase inesperada, perdida en el mamotreto de su obra. Limitaré los riesgos hablando únicamente de mí y como si me conociera. Por una traslación de la omnisciencia insoportable de los escritores del XIX, del objeto anterior de interés: la sociedad; al objeto postmoderno: un individuo, el yo inteligente que cuenta sus experiencias desde la perspectiva envidiable de su ombligo y haciendo abstracción de los ajenos.

Siempre en la primera persona del singular, cuyas bondades no se han suficientemente enumerado, en principio, con la confusión a la que invita al lector desprevenido: a asumir el personaje y opiniones del narrador. En la fraterna promiscuidad verbal de un vuelto yo el tiempo de la lectura.

Insisto también en la vanidad de montar personajes diferentes a uno mismo y situarlos en otras épocas y condiciones, en parte recreadas con ayuda de la fantasía e intuición. Está claro es cosa del pasado, y si algo le falló por ejemplo a Flaubert en su Bovary, fue: no ser mujer y poder recurrir al yo sin mentir.

Por lo demás, reto a mis críticos a fijarse un grado de exigencia similar al mío: sin otros referentes que un yo mudable y, por ende, en la perfecta imposibilidad de atenerme a una sola historia, en una escritura al día que olvida deliberadamente la de ayer, con tal de que sobreviva la novela aun en el Nuevo Mundo.

Y para terminar no hablaré del humor irónico que me permití en este ejercicio como del uso perruno del lenguaje. De kynikos que dio el ateniense y, a mucha honra, cínico perro Diógenes. Y aunque hablé en yo, tomo desde ya en consideración su sensibilidad y no los invitó a identificarse conmigo,

Aequis

La novela o falsa batalla de mundos

Nadie lo sabía, pero es un hecho: la novela está amenazada y afín de conservarla en este mundo durante al menos los años que siguen, un escritor dio la receta. Sólo que por tratarse de una cuestión de vida y muerte -y no de gente sino de un popular género literario,- la tal receta tomó prestado del modelo bíblico, y un buen día apareció en un periódico bajo la forma de diez mandamientos: un decálogo deontológico completo para los novelistas del futuro.


El problema, claro, es que con las reglas literarias se puede o no estar de acuerdo, y de considerarse
el asunto con atención, se descubrirá que la principal utilidad de plantearlas es el contradecirlas. De manera que se armó una polémica, cuando al autor del decálogo le replicaron.


En cuanto a la batalla de mundos, sus raíces se retrazan al primer artículo: con la idea de que se escribe novela según el continente donde se nació. V. Verdú, hispanoparlante del Viejo, creyó efectivamente hallar en la práctica que algunos de sus connacionales hacen de este género, los diez puntos indefectibles y necesarios para su supervivencia. Mientras que a los hispanoparlantes del Nuevo, nos clasificó en el estadio anterior y en vías de estar suicidando el susodicho género narrativo tan digno, sin embargo, de larga vida.


Por lo que me propuse contestarle poniendo precisamente a la obra sus lineamientos. A pesar de lamentar que la causa del desacuerdo literario no resida en el determinismo geográfico que dice. Pues habría sido muy sabroso asistir a una batalla planetaria de novelistas en lengua española, desgreñándose por concepciones antagónicas de la narración en una actual guerra de mundos: Viejo vs. Nuevo.

miércoles, diciembre 05, 2007

Vacaciones inglesas

Me tocó agua, viento y una sospecha de sol en mi visita. Inició con un chaparrón de bienvenida cuando corríamos al sombrerero que cerraba en media hora. Sobre anaqueles: un mundo de boinas, fieltros, panamas y chisteras. Y en una vitrina: un gato viejo, centenario, cubierto de polvo como el dueño, un hombre con bigotes ralos como el gato al que había terminado por parecerse de tanto convivir con la mascota disecada en aquel interior de botica entre muros con gavetas de los que habría podido sacar cualquier cosa, conejo o cráneo. Allí compré el regalo de mi padre.

El día siguiente sería de museo, pero fue sobre todo de viento. Uno que mientras caminaba se mezcló promiscuamente con la lluvia, volteó los paraguas, se pegó contra la cara y jalando las mejillas nos deformó los rostros a los peatones que ya andábamos como gárgolas, escupiendo agua. Entonces es uno: puro cuerpo y sensación de frío. Los zapatos y pantalones entre húmedos y mojados, con el abrigo de lana oliendo a oveja calada. Y no importa que se vaya a ver obras mayores del genio humano, se llega con los músculos en carretera de escalofríos, para toparse a la entrada con una escultura descomunal de araña: ocho patas gigantescas con vientre. A lado de la cual se es minúsculo: con nuestras vértebras encogidas igual que las articulaciones del insecto, y ganas de reptar hasta la cafetería a recalentarse con un té el pecho, mientras bajo el paraguas y sobre el hormigonado se acumula un charco. Pues el prestigioso museo Tate hace ostentación de su contemporaneidad con el uso al desnudo de sus materiales: suelo de cemento, paredes de cemento y techo en lámina, lujurioso.

Sin embargo, prefiero las galerías cuyas salas no semejan bodegas, al menos durante el invierno. Y el lunes con un sol blanco, pocas nubes y aun viento, fue de una intimidad victoriana en una inmersión al actual puritanismo británico con motivo del pintor Sickert. A quien se acusó recientemente de asesino, décadas después de su muerte, porque se le ocurrió titular unas obras a partir del caso no resuelto del homicidio de una prostituta. La autora de la teoría afirma él es el culpable, pues habitó a la par que miles de londinenses en el mismo barrio ; y tan cree en eso que nada disminuye su convicción, ni siquiera el hecho de que al momento del crimen viviera el artista en Francia. Mas a despecho de quienes concurren a la exposición atraídos por el morbo de la serie “Asesinato en Camden”, los cuatro lienzos con ese nombre no lucen una sola gota de sangre pictórica. Son desnudos de mujeres en habitaciones pobres, sobre la cama, exponiendo su carne exuberante de servidoras sexuales. Y toda la culpabilidad de Sickert parece residir en que siendo de la misma nacionalidad que Cromwell -famoso guardián de la virtud pública y que en su celo prohibió la música y danza por pecaminosas-, se atreviera a pintar mujeres del muy común en su atuendo de trabajo -o falta de él- olvidando era inglés.

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