¡A-lerta!
La bomba voló
veinte metros sobre el espacio despejado, dio contra el piso y rebotó fumante
sobre el cráneo del profesor de teatro, que chocó los dientes y cayó como una
masa. Allí terminó de escupir su fumarola lacrimógena roja, pues en ese día los
presentes pudieron llorar en cualquiera de los tres colores del lábaro patrio.
Las bombas fueron de esos colores. Y al catedrático le tocó roja.
Al mismo tiempo
en el centro de la ciudad, un hombre perdía un ojo en medio de la barricada de escudos
de los policías. Y lo último que vio su ojo desorbitado fueron los pies, las
botas reforzadas y no el mazazo que se lo reventó. El policía responsable
habría limpiado su palo de la leche ocular sobre los huesos de otro manifestante,
contra el que enseguida arremetió. Y al hombre le quedó escurriendo un rato la
retina sobre el cachete sangriento, una especie de escama sorprendida.
Minutos después
caería muerto un joven, en el cuenco entre la acera y la calle, en las cercanías del Palacio Legislativo y no muy lejos de
donde yacía el catedrático con el cráneo perforado y su cerebro a la vista. El
joven cayó muy despacio, tan despacio que parecía querer decir algo con su
caída:
- Balas de goma.
Al viejo lo
apalearon en completamente otros rumbos de la ciudad porque regalaba libros a
los policías y desde hace un año en una anterior Feria del Libro, ya se sabe lo
que ha de pensar el actual gobierno de los libros:
-Libros no,
televisión sí.
Respecto a la
actitud que se debe tener con los policías, las opiniones difieren.
Numerosos fueron aquéllos que en plena calle y por tratarse de ese día tan especial
se les plantaron enfrente e intentaron el diálogo:
- Señores, pueden
abstenerse si la conciencia o su reglamento les dice que no.
Pero el
reglamento a los policías no les decía nada, o mejor dicho no lo habían leído, y en cuanto a la conciencia debía de
ser el equivalente al valor de tener un trabajo, y el trabajo consistía en una
obediencia canina al jefe, y el jefe en ese instante les hacía señas de arrestar
al que sobresaliera, como el buen samaritano que entonces los arengaba.
Otros más dubitativos
sobre la posibilidad de entablar un diálogo con gente pertrechada tras casco y
escudo y con en la cintura, un mazo y pistolas, optaron por aseverar muy simplemente
aunque en voz alta la libertad que ejercían a estos autómatas en coraza:
-Estamos por la
libertad de expresión.
- y de
manifestarnos
-… en paz
- Están locos, les
había dicho, son perros están entrenados para morder.
Pero había que
ver el evangelismo de los compañeros:
-Estamos por la
libertad de expresión.
- y de
manifestarnos
-… en paz,
¿por qué diablos nos habrían de detener?
Porque el jefe
policíaco se relamía los bigotes mostrando de reojo al individuo señalado para
el arresto, pero como su jauría no reaccionó con la celeridad deseada, actuó en
principio él solo colándose a espaldas del orador, lo empujó hacia los policías
quienes lo ‘encapsularon’ y puestos ya en calor lo sometieron, lo callaron a
patadas.
- La libertad de
expresión…
La libertad se
fue de boca en boca por la calle:
-Suéltenlo….
-No está
haciendo nada.
- ¿Cómo que no?
¿Estaba hablando o qué no?