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En total se embarcaron 101, quizá más, difícilmente menos. Partieron del puerto de Los Palos hacia Narragonia del Nuevo Mundo. Dicen los mal pensados y lenguas que salpican de lo puro venenosas que Narragonia, el lugar de destino, viene de la palabra alemana Narr o necio, insinuando que vamos a la Atlántida de los locos, en apariencia perdida desde la antigüedad en las aguas profundas del océano imbécil y que por alguna razón retomó sobre el mapa su ubicación y verdadero nombre para nuestro viaje.
Confieso que de no formar yo misma parte del pasaje, no tendría mayor inconveniente en aceptar esta teoría, hallándola para relamerse los bigotes sobre las bromas que dirigir tanto a los turistas como a los habitantes de la dicha isla. Pero habiendo, por el contrario, ya desembolsado el precio del boleto, preferí iniciar esta bitácora para que el relato de los hechos desmintiera por sí solo esos rumores de insanidad.
Como era una promoción –“el crucero más barato del mundo” decía la publicidad- apenas fue una sorpresa hallar a un par de amigos durante el embarque, Aramis y Panuncia. En cambio, lo único que me impidió gritar cuando me encontré -uno tras otro a casi tres decenas de conocidos- fue la constatación de la urgencia de vacaciones y la dificultad de convertir la escritura en dinero. Pues mi treintena de conocidos, amigos y yo, somos escritores que no vivimos de la pluma. No por falta de talento -según afirman, juran y consuelan quienes nos conocen- sino porque estamos empezando.
- Encalló, señorita, encalló.
En mi camarote, lo platiqué con Aramis, mi amigo:
- Los nombres son importantes, insistía yo, tratando de abrir un debate con la persona menos adecuada, porque cómo se le había ocurrido tomar ese anacrónico pseudónimo de mosquetero.
- Sí, pero ¿ya viste el mascaron?
Una, en verdad, imponente mujer de dos metros tallada en madera sobre la proa, cuyos senos erguidos abofeteaban los vientos.
- …Pues, con esa efigie me voy al fin del mundo.
Y zarpamos. Al día presente contabilizamos tres semanas de navegación, y la rutina se ha por fin establecido tras las primeras jornadas tan penosas con mares de vómitos, rostros plomizos y ojos a punto de escupirse, nauseabundos. Al respecto, sólo constato que aun el vomitar retoma la sonoridad familiar al lenguaje materno -una especie de tonalidad en el esófago y forma peculiar de regurgitar- en donde los anglosajones resultan francamente nasales, los galos guturales, y nosotros tirando a falsete durante el momento crítico en que se arremolina el aire en el interior, cuando el bocadillo carcomido de ácido sube y está por asomarse.
En tiempos normales, la bilis no me define, a pesar de mi signo capricornio con predominio de Saturno y en consecuencia -se esperaría- melancólica. Una prueba más de la fuerza de voluntad, pues hace tiempo decidí ya no serlo. Sin embargo, el régimen alimenticio de esos días me adelgazó el pellejo, debilitó el organismo, hinchó el bazo con una gran cantidad de bilis negra que me subió en vapores a la cabeza y, no obstante, los vómitos reiterativos terminó por regresarme a la influencia de los astros, al capricornio, con un ataque inusitado de pereza. Estuve 48 horas tendida boca arriba al compás embriagante del barco, bebiendo agua para tener que vomitar, sucia y, por única actividad, el desquitarme con las moscas cuando las atacaba de pronto con el contenido irrefrenable de mi estómago. Llegando a disfrutar su agonía si le atinaba a una, ahogada paradójicamente en esa abundancia de alimento, en la bolsa plástica del bote repleto.
El capitán que rotaba por los continentes lingüísticos de su pasaje -anglo, franco e hispanófonos- nos honró en esa ocasión con su presencia.
Hablaba de su fragata más y mejor que de su esposa, hijos o patria que para él tenían una semi existencia, porque su universo era la Medusa de donde aquéllos estaban ausentes. Afirmaba que el futuro de la navegación residía en los buques con vela y casco metálico. En Narragonia, nuestro objetivo, nunca había estado, pero iría al triangulo de las Bermudas o a la Luna, de hecho, excepto por las costas centro occidentales de África, viento en popa, a cualquier destino.
Entre dos platillos intercalé:
- Oí, la Medusa encalló en Guinea.
El hombre, no calló -estaba callado-, mas el efecto fue igual. Un silencio pesado, el cese general y súbito del cuchareo –nuestro menú de convalecientes era consomé, sopa y repollo- con el reproche en el ojo de mi considerada amiga Pandurcia. Mientras secamente me respondía el capitán:
- Así es, por eso jamás pasamos por allí, no nos vaya a atrapar el pasado.
Las ventajas de las velas es la independencia para su movimiento del carbón o petróleo, la desventaja el paro ante la falta de viento. En la segunda semana caímos en un anti-ciclon, las lonas colgaban suspensas en medio de los espejismos a pérdida de vista sobre la superficie mercurio parpadeante del Atlántico. Esa relativa inmovilidad nos pegó directamente en los nervios, no parecía sino que siempre habíamos navegado y algo iba a desquiciarse de nuevo. Aun Pardurcia, tan flemática sufrió saltos de humor y llegamos a disgustarnos por un verdadero cuento, un comentario demasiado sincero sobre su estilo:
- No necesitas ser tan dura.
A lo que yo respondí, descortés e implacable:
- Te digo lo que opino.
Con Aramis la comunicación sacó chispas:
- ¿Por qué no defendiste tu sitio?
- No tenía ganas.
- Debiste, era un come-pudín… eres un cobarde.
- Y tú, una loca.
Prosiguiendo la discusión sobre ese alto nivel argumental, para dejarnos de hablar hasta la llegada del barco mercantil de vapor, cuyo fracaso del motor cortó la calma y desidia a bordo de la Medusa.
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