Réquiem
Sin embargo, las catástrofes acaecidas durante una acción cotidiana, tan neutra como cruzar una calle o subir y bajar escaleras, tienen una seña de fatalidad. La elección con el dedo de la pelona Muerte que les puso el pie y abrió los brazos, dejándonos sobre un lecho los restos. El cuerpo lastimado que nos duele por sus heridas ocultas, y a veces por la mera transposición, ociosa e imaginaria, de sus vendajes a nuestras extremidades. Mas lo peor para la emotividad, cuando se le busca mantener a la raya, son los parientes todavía incrédulos, y el:
Sí, Señor. Sí, Señora, a su hija no la volverá a ver.
Entre la multitud de trámites inacabables, burocráticamente compasivos, que ayudan a los relojes a seguir andando.
Porque desde que se es creyente a medias, la promesa del reencuentro en el más allá está también en suspenso. Y a los catequizados chambones que somos nos queda sólo la memoria de lo que vivimos con la persona, o lo que nos faltó vivir; y, acaso, el lloriqueo ante una familia de pronto menguada de la que se supo a posteriori.
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