miércoles, noviembre 07, 2007

Emiliano Zapata

No es un comercial, pero:
¡Por un ayate de cervezas!
Uno más, el tercero, en una borrachera que le costó la vida; mas: ¿cómo
no aprendió del fin de su hermano acribillado tras un pleito de cantina?
Pues, señores, es que la experiencia no enseña: o deja marca o se olvida. Y Emiliano, hombre de revoluci
ón, fue inmune a ese tipo de trauma psicológico, a las mentadas vivencias de las que uno sí se acuerda.

Pero volvamos a la cerveza, en 1919 es una bebida con caché relativo, con un aroma a limpio, a auto, a nickel y ciudad. Diferente en sus connotaciones mentales a las imágenes que despierta el licor lugareño: áspero como el aguardiente, con su sabor inequívoco a hoja maguey o caña, en el que aun apesta la tierra.

Y de la tierra, en sus veladas, Emiliano Zapata no quería saber nada. Le bastaba con haber luchado, con luchar desde 1910 por ella. En una revolución que todavía no llevaba ese nombre, contra adversarios remplazados como cartas de juego, unos por otros en la larga sucesión de asesinatos, traiciones y actos legítimos de violencia que ensucian cualquier guerra, en particular las civiles.

En un combate por el terruño que él continuaría, a pesar de la Constitución promulgada, a pesar de esas leyes que le arrebataban el motivo mismo de su lucha, al restituir no sólo la tierra a los campesinos poseedores; sino plantear -¡qué espejismo!- la opción de un reparto para el hasta allí desposeído.

Frente a tales promesas, Zapata se encogía de hombros, lacónicamente, a su manera: los hombres no cambian, las circunstancias sí, y una revolución es, en principio, un panorama modificado a la fuerza, al que se adapta luego la gente, involuntariamente, porque no hay de otra.


El líquido áureo en las botellas transparentes de vidrio, la cerveza industrializada, era un artículo de consumo escaso en Morelos, región de cañaverales, remolacha, azúcar y aguardiente. Y constituye para quien hojea las notas sobre el asesinato de Emiliano Zapata, un misterio. Porqué entre la masa heterogénea de detalles, incidentes y datos amorfos que describen el acontecimiento, subrayar precisamente estos:

Que en el casco de la hacienda, el coronel Guajardo con su regimiento había urdido una traición para matarlo, y en la espera bebía cerveza, desde temprano, junto a los emisarios campesinos que aguardaban el parque -los miles de cartuchos acordados por el dizque militar amigo.

Mientras en su rancho, a poca distancia y entre su gente, el caudillo sureño tragaba, directo de la botella, también cerveza de una provisión en sacos de ayate, enviada por el coronel, en una aparente competencia por embriagarse cada cual por su lado.

Que ese día, la emboscada computaba una mínima probabilidad de éxito: Zapata nada tenía qué hacer en la hacienda del regimiento. Pero a las 12, el líder se exasperó y avanzó hacia la trampa en un proceder inexplicable por parte de un individuo desconfiado nato que siempre sospechó de los militares y políticos de cualquier denominación o bandera. Lo seguía su escolta, un centenar de hombres a caballo.


Tan fuera de su costumbre y de toda prudencia fue ese movimiento, que acaso dio pie a que algunos testigos hablaran de cerveza. Del alcohol de cebada que a falta de alimento le sirvió de desayuno, de las botellas en dos ayates, de los mensajeros, del intercambio mutuo de invitaciones que culminó con la modificación del plan y jornada: ¡Por un ayate de cervezas! El tercero, afín de beber más a sus anchas.


En la entrada de la hacienda, un doble pelotón, los 22 hombres de guardia se levantaron para presentarle las armas. El trompeta clamó
, tres veces, la llamada de honor, de pronto, cuando Zapata ya estaba en el patio y en la polvareda de los cascos, los fusiles mudaron a “apunten”. Cayeron treinta, entre heridos y muertos, el rostro contra la tierra, creyendo todavía en ella, aunque con la malta y cebada burbujeándoles en la barriga.

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