Emiliano Zapata
No es un comercial, pero:
¡Por un ayate de cervezas!
Uno más, el tercero, en una borrachera que le costó la vida; mas: ¿cómo no aprendió del fin de su hermano acribillado tras un pleito de cantina?
Pues, señores, es que la experiencia no enseña: o deja marca o se olvida. Y Emiliano, hombre de revolución, fue inmune a ese tipo de trauma psicológico, a las mentadas vivencias de las que uno sí se acuerda.
Y de la tierra, en sus veladas, Emiliano Zapata no quería saber nada. Le bastaba con haber luchado, con luchar desde 1910 por ella. En una revolución que todavía no llevaba ese nombre, contra adversarios remplazados como cartas de juego, unos por otros en la larga sucesión de asesinatos, traiciones y actos legítimos de violencia que ensucian cualquier guerra, en particular las civiles.
El líquido áureo en las botellas transparentes de vidrio, la cerveza industrializada, era un artículo de consumo escaso en Morelos, región de cañaverales, remolacha, azúcar y aguardiente. Y constituye para quien hojea las notas sobre el asesinato de Emiliano Zapata, un misterio. Porqué entre la masa heterogénea de detalles, incidentes y datos amorfos que describen el acontecimiento, subrayar precisamente estos:
Que en el casco de la hacienda, el coronel Guajardo con su regimiento había urdido una traición para matarlo, y en la espera bebía cerveza, desde temprano, junto a los emisarios campesinos que aguardaban el parque -los miles de cartuchos acordados por el dizque militar amigo.
Mientras en su rancho, a poca distancia y entre su gente, el caudillo sureño tragaba, directo de la botella, también cerveza de una provisión en sacos de ayate, enviada por el coronel, en una aparente competencia por embriagarse cada cual por su lado.
Que ese día, la emboscada computaba una mínima probabilidad de éxito: Zapata nada tenía qué hacer en la hacienda del regimiento.
Tan fuera de su costumbre y de toda prudencia fue ese movimiento, que acaso dio pie a que algunos testigos hablaran de cerveza. Del alcohol de cebada que a falta de alimento le sirvió de desayuno, de las botellas en dos ayates, de los mensajeros, del intercambio mutuo de invitaciones que culminó con la modificación del plan y jornada: ¡Por un ayate de cervezas! El tercero, afín de beber más a sus anchas.
En la entrada de la hacienda, un doble pelotón, los 22 hombres de guardia se levantaron para presentarle las armas. El trompeta clamó, tres veces, la llamada de honor, de pronto, cuando Zapata ya estaba en el patio y en la polvareda de los cascos, los fusiles mudaron a “apunten”. Cayeron treinta, entre heridos y muertos, el rostro contra la tierra, creyendo todavía en ella, aunque con la malta y cebada burbujeándoles en la barriga.
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