Con el ojo izquierdo guiñaba y sobre el regazo, la cabeza del amante. La muchedumbre se juntó haciendo alarde de soltura, con odio, con el hasta ver no lo creo, o bien esa falta de respeto, el manoseo mental de lo antes inabordable. La postura de ambos fue a la solicitud expresa de la gente: Mimen, ordenaron, jueguen otra vez a amarse. Y Clara obedeció llamando con una seña a Benito. Y Benito colocó el peso inerte de su cráneo quincuagenario sobre el abdomen suave de ella. El montaje lucía perfecto, la multitud estaba contenta. Los asistentes habrían pagado aun en su precariedad el precio del espectáculo, aunque fue innecesario: era de plaza pública, abierto a cualquier curioso o miliciano en vacaciones entre dos batallas.
¿Quién dio la orden? Nadie entre los jefes se declaró responsable.
¿Quién mandó se les condujera a Milano? Otra vez nadie.
¿Quién que actuaran en la plaza?
Para qué gastar tinta: nadie de quien quedara un nombre o constancia.
Ningún comandante en todo caso, puro voluntario fortuito, tropa, pelusa en un alud democrático de iniciativas espontáneas, que disgustó al conjunto de las autoridades aliadas y los puso por una ocasión de acuerdo. Pues se puede ser adepto de un gobierno teócrata, republicano, monárquico parlamentario o comunista colorado; pero, aquí o en China, el principio de las fuerzas armadas es siempre el mismo: los ejércitos funcionan a base de órdenes y jerarquía. Y la circular era redundante: esperar el juicio en forma, evitar la premura tan sospechosa de los sumarios.
Mimen, jueguen otra vez a amarse. Si eso ordenan, pensó Clara sintiendo la cabeza amada sobre el vientre, mientras su ojo izquierdo guiñaba afín de mejor contemplar con el derecho, la bóveda que no el gentío, la nuca mal apoyada en el reborde inmundo de una acera. La multitud comentaba su pose de amantes entre susurros, hasta que una expresión bronca de insulto, irrumpía toda cautela para quedarse retumbando como oprobio antiguo en los tímpanos de los espectadores. La representación era un éxito, pasadas las doce fue evidente, pero también que la actuación discreta, debía de modificarse, para complacer a las turbas nuevas que acorrían a la plaza y deseaban con ansias, ver.
Benito, ¿qué nos pedirán ahora?
Musculoso, bofo, el duce no contestó. Quizá murmuraba aun ese ruego que Clara Petacci no atendió: Vete.
Vete, mientras todavía es tiempo. Dile a tu hermano, adelántense a Suiza, allá nos vemos.
El hermano Marcelo, hoy igual que ellos, comediante a la fuerza a unos pasos.
No, Benito, me quedo. Ya ves que no es difícil, haré lo que ordenen, al parecer son voyeuristas y sólo quieren nos amemos.
El duce recostado se tragó su impotencia, mientras observaba a los bomberos acercarse con intenciones de cambiarles el escenario.
La estructura de una gasolinera satisfizo a la mayoría, desde allí seguro los apercibirían, aun el miope o estrábico recién desembocando por un extremo en la plaza. Un lugar ideal por su simbolismo de desquite, a saber, el mismo donde meses antes se ajustició a partisanos comunistas. 15 entonces, como hoy 17. Para diferenciar, a los fascistas los colgarían de los pies.
Clara, ¿qué miras? Le preguntó Mussolini balanceándose al impacto de un disparo que lo tomó por blanco, uno entre los varios que le dispensarían el tiempo que estuvo colgado boca abajo, de la gasolinera Esso, con los brazos al aire en un grotesco “me rindo” duradero .
Ya, nada, Benito, pero dime: ¿se me ven las piernas?
No, no te preocupes. El capellán ató bien las faldas, ni tus muslos ni sexo.
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