lunes, febrero 11, 2008

Español, lengua extranjera

Seguro, me vieron cara de examen. Hacia meses no les daba clases, y después de no verlos durante todo ese tiempo, llegaba a ponerles un examen. Me esperaban sentados –los alumnos son todos adultos, algunos con el cabello blanco. Empecé por fingir que la cosa era habitual y que las pruebas -el realizarlas ellos y dárselas yo-, no tenían nada para espantar aun cuando hubieran pasado 10, 20 o –digamos- 40 años desde que contestaron su último examen.

Tendrían una hora. Les expliqué en detalle las instrucciones -disfrutando casi el silencio de miedo-, enseguida me senté y saqué mi libro. Lo llevaba ex professo afín de parapetarme detrás, dizque leyendo, mientras aquéllos sudaban la gota gorda. Pero aquí me traicionó mi inexperiencia. En efecto, el volumen en cuestión era ridículamente pequeño: una editorial de bolsillo muy manuable y ligero que era una comodidad, mas que para el propósito de ocultar el rostro, de esconderme detrás, no servía. Porque con las mejores intenciones –solapas y hojas bien estiradas- abarcaba a lo sumo 7cm de altura por 12 de ancho, y tampoco lo iba a leer a la vertical. Así que lo guardé y no me quedo sino dar la cara y ver cómo las cabezas encanecidas sudaban la gota gorda de los nervios de reprobar.

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