Encuentros espontáneos
De haber sabido con tiempo, habría preparado un poco el reencuentro, en lugar de presentarme tal cual -como ese día con un ataque de misantropía por digerir, disgustada con el mundo- a una reunión de amigos.
- Aequis, te acuerdas de ***
- Sí, claro, qué susto. Eh... gusto, digo: gusto.
Habría, por ejemplo, también podido elegir otras ropas, algo en cualquier caso menos pastel y festivo que mi vestido de holanes, rosa durazno.
- Aunque, no siempre me visto así.
O considerando la inutilidad del justificarse, descartado de tajo los detalles fútiles y complementarios que me saltaron sobre la lengua:
- Hacia un rato, desde esa vez.
Mostrádome quizá un punto comprensiva, sin ningún improperio ni aun sincero:
- Te portaste como un cerdo.
Vaya, sido “gente”, observando a los demás con el interés básico de quien sigue a grandes rasgos la conversación-no obstante, su inquietud-, y se abstiene -en absoluto- de irrumpir con preguntas del tipo:
- ¿Quiénes dicen que rompieron?
Por prudencia, por no estar al tanto del sujeto de la charla para, cuando un haz de miradas lo señalan tan indiscutiblemente a uno como el tema, optar por una ignorancia muda, santa.
Pero si me venía en gana darme por aludida -segun me dio-, prever entonces pañuelos suficientes para mí y mi ex pareja, y una frase de salida menos teatral que:
- Un momento, debemos hablar... a solas.
Y puesto que de hablar se trataba, escoger mejor el barrio o la hora. Desconfiando de los vagos dueños de las calles:
- Esta es mi acera.
De los mariguanos:
- ¿Me prestan?
Y de esa noche completa en particular.
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