lunes, septiembre 29, 2008

Anti grito a la Munch/1

Es una enfermedad, estoy segura, se infiltra en áreas consideradas de riesgo para extenderse si no se hace nada al respecto. La impunidad en mi patria ha alcanzado niveles tales que es una especie de microbio perceptible al respirar. Y con un olor, y qué olor.

La impunidad de un policía, por ejemplo, huele a morcilla y sobaco.

La de ciudadano común, a diarrea de borrego.

La de un político, a carroña embebida en perfume francés.


Hace días una de estas pestes estalló. Al principio no se sabía bien dónde, pero como el viento venía del norte, pronto no cupo lugar a dudas. Cuando esto sucede, todos, a saber los muchos millones de ciudadanos que somos, corremos a los televisores. Lo cual cumple con dos funciones: una, no salir; dos, informarse.


Pero esta vez fue horrendo. Morcilla, sobaco, perfume, carne pútrida mezclada e indiscernible, una invitación de buitre para kilómetros a la redonda. En aquel momento, yo desayunaba
en una cafetería del centro, con una lentitud de mal de muelas, mientras en otra mesa un anciano masticaba al mismo ritmo. El local estaba vacío. Ese viejo y yo constituíamos los restos del aflujo de la clientela matutina, y los meseros habían dado por finalizado el servicio. Mi mandíbula se empecinaba sobre un trozo de pan, la quijada del septuagenario movíase en paralelo. No nos íbamos porque no terminábamos de masticar. Los labios chupados del viejo se confundían periódicamente con el alimento, las encías los pellizcaban para regurgitarlos enseguida. Escandalizado. Yo mascaba o rumiaba y, en un instante más, me sentiría vaca. De repente, el desdentado puso una cara de niño de teta que se queda sin aire, permaneciendo con el bolo como un monumento en medio de la lengua, entonces me llegó el tufo.

Desde las cocinas rabió el televisor:

La impunidad de nuevo.

Page copy protected against web site content infringement by Copyscape