domingo, noviembre 25, 2007

Lata de sardinas

El tercer vagón del único tren en pasar de la línea metropolitana del cocol, al que me subí porque tenía muchas ganas de ir a festejar el cumpleaños de una amiga, llegó atestado. Las puertas al abrirse expulsaron un manojo de personas, enseguida eché un vistazo: el interior era una pared de cuerpos con ropas abigarradas de la que sólo se percibía la primera fila. Sobre la plataforma no era la única, decenas de individuos se agitaban nerviosos y los primeros intentos por treparse se llevaron a cabo.

Se trataba de entrar al cubo metálico del vagón repleto. Por suerte, aunque hay objetos no comprimibles, la masa humana sí lo es, y me inmiscuí espetando a cada empujón un "perdone" o "disculpe" hasta quedar como cuña entre hombros, en un relativo confort entre gente de la misma mediocre estatura que yo, con acceso a un aire viciado, pero aire vaya, entre una muchedumbre no tan densa. La cosa anduvo sobre ruedas o rieles, y yo como cuña hasta una estación en donde no obstante bajaron muchos, quisieron subir muchos más.

Entonces empecé a verles la cara a mis vecinos a la molesta cercanía de 15 o 20cm, a cuidar mis bolsas que aplastaban y agarrarme con uñas y pies. A cada curva, el hato humano del que formaba parte se tambaleaba; y al mínimo desacelere había un choque en repercusión serial de la manada encerrada. Un joven con barba de chivo parecía demasiado feliz por la proximidad con el sexo opuesto; pero fue un anciano el que nos preocupó a los pasajeros, cuando un hombre procuró subirse a toda costa.

La técnica es dar la espalda a los viajeros y a pesar de no entrar, impulsarse con las manos y pies que ya empuñan el marco de la puerta. Para hacerlo se requieren un volumen y altura importantes, y en efecto el hombre era un bodoque. La espalda la fue a poner contra el anciano. El anciano se quejó. El hombre se enfurruñó alegando el derecho de acceder él también al transporte público, mientras con el lomo comprimía el pecho del de por sí apopléjico. Ni el hombre cabía ni la puerta cerraba, y sólo el rostro del oprimido volvíase tornasolado. A la gente en el vagón, a pesar de viajar como animales y sentirse como tales, les dio por iniciar un murmullo en favor del aplastado. Con precaución, aprovechando no los veía el mastodonte, con reclamos que no pasaban de un diapasón tímido de voz. Mas así serán los derechos a tomar el metro, aquél insistía. Yo no lo podía creer. Un hombre aplastado por otro, no alegóricamente o por accidente, sino tal cual: por la bruta fuerza, adrede.

¡Imbécil, bájese!

Habría sido hermoso me hiciera caso y se apeara, y quizá al ochentón no lo apachurró por completo; pero no lo sé, porque quien terminó bajándose fui yo.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Muy chistoso! Me encanto!

8:26 p.m.  

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