sábado, marzo 31, 2012

Petróleo emplumado (tiempos heroicos)

Pepe bajó a la capital junto con la abuela allá en los tiempos heroicos en que se expropiaron las compañías petroleras. La abuela del plomero no hizo ni más ni menos que lo que la mayoría de las vecinas. Buscó lo más preciado en la casa y como no se iba a deshacer de un hijo, eligió al gallo más gordo y pisador, al Pepe, ése cuya falta se echaría inmediatamente de ver en el patio pelado de tierra. Lo agarró por las patas y le dijo:
- Ándale, por la patria.
El Pepe no necesitó se lo dijeran dos veces, era una de las estampas fieras de la lotería y estaba convencido. Fue si apenas miró hacia el corral, ignorando así sabiamente a sus consortes en corro y molestas a causa del substituto, un pollo de media cresta. Pero la mujer y el gallo, cruzaban ya la tapia carcomida, los cacareos y el chisme se perdieron en el rumor de comarca de grillos, lagartijas besuconas y ladridos de perros.

Y a cada giro del camino de tierra al pueblo, se les unía otra ciudadana con su respectivo Pepe bajo el brazo. Algunas veces se trataba de un guajolote como fue el caso de las dos Alfonsinas. Doña Amparo en cambio cargó con Manolito, un chivo blanco de un año. Este despliegue de ciudadanas en rebozo esa tarde en un pueblo mexicano tenía varias explicaciones:
1) La convicción de que el petróleo, al igual que todos los recursos del suelo, pertenecían a la nación
2) de que esa pertenencia se materializaba hoy en la forma de la expropiación
3) de que esa expropiación no era un espolio, y había que desembolsar a las compañías
y 4) el llamado hecho por el presidente a la nación para contribuir al pago del petróleo

Y la respuesta era ésa. La contribución de la nación en especie. Tan nación era y no partisanos acarreados que los hombres en la faena, incapacitados de abandonar sus labores, delegaron a sus mujeres la tarea de contribuir al pago de su petróleo con lo que tenían de más o menos precioso. Con el resultado de autobuses corriendo desde el día siguiente, por todas las carreteras a través del inmenso territorio, en dirección de la capital.

El autobús, coloquialmente llamado ‘gallinero’ y jamás mejor que ese día, salió puntual con su cargamento bípedo emplumado o en faldas (era 1938), o bien cuadrúpedo en la forma sobre todo de chivos. Porque una vaca, se entiende, no cabría y salvo por algunas de sus variantes humanas como Doña Concha hincándole los codos a sus dos vecinas, oficialmente en el autobús no las había. Pedrisca optó por un conejo, en realidad estaba confundida, y aplicaba el consejo de las monjas para la penitencia: ‘hay que dar lo que se sienta como sacrificio’. De manera que aportaba su conejo, el Güero, y las monjas debían de estar satisfechas porque de Cocoyol a la estación central, con excepción del paso por las curvas, no paró de llorar.

Llevado por tanta buena voluntad, el autobús parecía no andar sino volar hacia la capital en particular pasados los volcanes, en el encadenamiento de curvas en descenso al valle de la ciudad que el chofer tomó de volada. Despertadas de golpe, las mujeres prorrumpieron a cada volantazo izquierda, derecha, ¡golpe! derecha, izquierda, ¡golpe! con una sucesión paralela de ¡ufs! para reoxigenarse. El valle era profundo y el pasaje zangoloteado, con el gallo o gallina en la diestra izados en estandartes vivos sobre las cabezas, empezó a capitalizar chichones. La abuela a estas altura enseñaba, por ejemplo, un ‘vean aquí’ hematoma. Mientras Pedrisca con ojos brillantes y rojos como los de su conejo pensaba que si el camión se estrellaba sería el pretexto para no donar al Güero. Arrojado en las cercanías de la masa desconsiderada y vacuna de Doña Concha, Pepe corría como que le iba de su pellejo entre los asientos hacia la abuela que lo llamaba en el colmo del pandemonio. Llegó tras muchos izquierda, derecha, ¡golpes!, si bien, algo desplumado
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