jueves, abril 17, 2014

Rayuela


Me sorprendió que se acordaran de mí. Aunque en realidad no se acordaron, pero habiendo invitado a mis padres, me invitaron también a mí, no exactamente para hacer bola, si bien, vista desde las fotos (al fondo entre la muchedumbre de invitados) fuera porción constituyente e intercambiable de ella.

¿Les ha tocado ser salero de sus padres? Yo estaba en la rara posición de ser hija de familia en vacaciones (desacostumbrada a serlo) y salero (en vestido de holanes) entre mis progenitores. Por eso me habría limitado a comer y mirar mi plato, sólo que no tenía hambre y me encanta bailar y hacia años que no escuchaba música latina tan en contexto. Ahora, ¿hay cosa más difícil que hallar una pareja durante un aniversario de bodas?

Por fortuna, mi padre ubicó en una mesa vecina al hijo soltero de un antiguo subordinado; y puesto que la cortesía y obediencia militar se heredan, al chico no le quedó más que sacarme a bailar.

Antes del baile debí mencionar mis zapatos. Resguardados del polvo desde el año de la canica en su caja de origen, con un tacón discretísimo y un adorno mitad metálico, mitad cuero curtido negro dónde viene la marca. Fue pues calzada de mis zapatos de marca desenterrados de un armario, que asistí, primero a la misa y, luego a la cena baile del aniversario. Era como andar patinando: llegando a la iglesia había salido volando un adorno, que recogí y guardé en mi bolso; mientras que en el salón de baile con su piso pulido estuve a punto de darme un ranazo, aunque de lejos se viera como si hubiera dado dos patadas simultáneas, una con cada pierna.

Puesto así se imaginarán que lo que a continuación sigue fue culpa de mis zapatos o de mis ganas de bailar, pero se equivocan. Cierto que el pegamento de mi calzado se había podrido de puro viejo, muy cierto también que cada que resbalaba era una tapa que sembraba, e igualmente cierto que mi pareja se interrumpió para localizar en la pista el otro adorno (el que quedaba) cuando se desprendió.

Las pistas de baile son un espacio limitado en medio de las mesas en donde el público musical, que quiere sacudir los huesos, se congrega. A este espacio se le tiende a hacer cada vez más pequeño, probablemente para que por pocos bailarines que haya no se sientan intimidados. La pichicatería de los espacios de baile en los salones sería en realidad el considerado intento por parte de los administradores de evitarle a la asistencia el horror del vacío o el pánico al protagonismo. En este caso, se trataba de una verdadera tarima, que delimitaba al fondo una pantalla sobre la que se sucedían fotos del encuentro, boda, hijos y múltiples descendientes de los felices festejados. Y fue precisamente contra la imagen de los novios veinte años antes que fui a dar. De haber sido un muro, habría rebotado, pero era una pantalla sobre un tripié al borde de la tarima.

Saber caer es un arte. Después de años de experiencia con o sin caballo, caí no se puede con mayor destreza. Un pie arriba de la pista-tarima, el otro escalón abajo sobre el mosaico del salón frío y teniendo de dónde escoger, opté por apoyarme sobre el pie de la tarima.

Sobre el cual, esperé. Pacientemente. Estaba tan llena la pista de baile y tan buena la música que la conmoción del desplome de la pantalla gigante y su tripié sólo fue percibido por los más cercanos. Repusieron la pantalla, el tripié y se me quedaron viendo, al extremo de la tarima con un pie al aire como para rayuela:
- ¿?
- Mi zapato...
Pero ya el chico, al cual nadie le preguntó si o con quién quería bailar, lo había encontrado y me lo entregó.



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